Presentación: La novela luminosa, de Mario Levrero (Mondadori 2008)
Charla abierta entre Luis Chitarroni y Damián Tabarovsky.
Desgrabación: P.Z. [Primera parte]
(N. del E.: El siguiente texto fue leído por Luis Chitarroni, a quien agradecemos la gentileza de haberlo cedido para aquí lo reproduzcamos)
Mario Levrero: La novela luminosa,
por Luis Chitarroni
Estamos acá para convocar a un gran maestro de la narrativa contemporánea, del que seguramente ustedes sabrán mucho más que yo. Mi relación con sus libros ha sido tan discontinua que ahora, al tener que hablar de esta novela, no se me ocurre una idea central sino muchos planteos. Planteos a los que se llega sigilosamente. Creo que el sigilo es una de las características de Levrero, y que el sigilo de Levrero es algo difícil de definir. Así que nos encontramos con una primera dificultad: ¿cómo aprehender, como ceñir su sigilo?
Bien, digamos que nunca me gustó ese primer verbo, que usé de una manera impulsiva -sin sigilo-. Y nunca me gustó porque pertenece sobre todo al lenguaje de los pedagogos, que lo enfatizan, lo sobrevaloran, lo vulgarizan, todo a la vez. Me temo que, a causa de mi desconfianza, yo nunca pueda, en esos términos, aprehender. Así que me consuelo con decir ceñir.
Pero ceñir el sigilo es una desmesura. Con el trato se entiende algo: que muchas de las materializaciones imaginarias que uno utiliza con el lenguaje se vengan de nosotros inmediatamente. Así, el imaginario, una herida, una lastimadura, en cualquiera de las partes empeñadas en ceñirlo. Así, encontramos ciertas semejanzas con otros estilos. Con el de Kafka, con el que se lo ha asociado a menudo. Por un lado porque al uruguayo parece gustarle, como a Kafka, un infinito de microscopías, de postergaciones, de confines asimétricos al que sólo pueden adaptar el paso los insectos y otras criaturas artesanales de una literatura menor. Ahora bien, esta fabulación infantil resulta del todo insuficiente cuando descubrimos el verdadero parecido. K y L son escritores de abismos paralelos. De ahí la conjunción en el infinito superficial de sus ficciones. El abismo de Levrero roza la misma cuerda que el de Kafka: la red asociativa detecta al mismo tiempo la precisión absoluta y la imposibilidad. Levrero va armando con familiaridad su cautiverio. Usa las palabras con la misma economía y la misma desconfianza. Encuentra entonces, cuando la tarea parece terminar, que los hilos no coinciden, y empieza de vuelta. Todo está bien por un rato: la imagen o la escena ha quedado cautiva dentro de esa jaula invisible que costó tanto hacer (porque exigía incluso el volumen relativo de cierta libertad de movimiento). Pero cuando podíamos darnos el gusto de detenernos a observarla, la atención empleada convierte todo en un artificio inadmisible. Si sobre la construcción laboriosa se impusiera de inmediato el misterio o el olvido, el artista -convertido por la energía invertida en un artesano o un esclavo- quedaría en una relación extática con la obra. Estancamiento y desastre.
Por suerte es así para la obra, no para la vida. Porque la vida de los artistas como Levrero no permanece libre de las penurias que el ejercicio cotidiano nos obliga a tener a la vista. Levrero no perdía la vista -aunque seguramente sí la vida- prolongando rituales de protección para mantenerse aislado. Las invenciones diarias -la elaboración de crucigramas y de instrumentos capaces de persuadirlo de las ventajas de un oficio, como un carpintero, la excursión en busca de policiales y de libros de Rosa Chacel- eran capaces sólo de atenuar esa experiencia social que convence al neurótico cuando puede cerrar los ojos y echarse a andar. Cuando puede seguir de veras ejerciendo su oficio sin molestias. O con las molestias solares, oníricas, implícitas, encapsuladas en restos diurnos.
Hubo una ocasión en que escritores aliados por la hermandad encomiástica rioplatense (Borges y Emir Rodríguez Monegal) trataron de convencer a un tercero de las virtudes de dos clásicos occidentales. Ensayaron inflexiones argumentativas dignas de esa condición autoritaria y enternecedora. Llegaron a inventar, para justificar al escritor cuestionado, leyes generales de simetría inversa: Herny James construía tramas de impecable abstracción para someternos a situaciones concretas; Kafka componía situaciones concretas para someternos a enigmas de incurable vocación metafísica. El tercero en discordia era oriental (como una de las partes de la alianza), pero irreductible por decisión onomástica: Onetti. Se había animado a desafiarlos con acento italiano (venganza de un Arlt afónico) preguntándoles acerca de Henry James incorregible de la versión canónica: «¿Qué le ven al coso ese?»
Levrero, libre de afectación y de acento, repite una y otra vez la pregunta desde otro ángulo. Iniciado a sus anchas, practicante sin sombra de lo fantástico como natural, escribe lo que escribe -escribió lo que escribió- ajeno a los consuelos de cualquier argumento o respuesta.
La novela luminosa, examen costumbrista y exhaustivo de la realidad donada es lo que es, a expensas de todo lo que se supone que puede escribir quien no quiera sumergirse en la obviedad sintagmática de una respuesta exigida. Para alguien así, un escritor sin prejuicios (sin los prejuicios que afantasman el tratamiento de un problema real de los que alinean los fantasmas sociales como catálogo de desventajas -niños desnutridos, campesinos decepcionados e incrédulos, cholitas que paren huérfanos en el emblemático páramo europeo elegido para condolerse de Comala y Macondo-, (la realidad es el) paisaje no menos desolado, (y huérfano) hostil ni elegíaco. El que elige a solas es, legítimamente y sin atenuantes, quien quiere escribir para contar la experiencia intransmitible de seguir vivo.
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Gracias mil por esta magnifica lectura/charla….