Por P.
El de ayer fue un día hiperproductivo en cuanto a cantidad de lecturas, aunque no estoy muy seguro que lo haya sido en cuanto a su calidad. Fue uno de esos días en que me paseo por una gran cantidad de libros, enganchándome con algunos y no pudiendo leer más de 2 páginas con otros.
El día empezó con una relectura. Requena, de Alejandro García Schnetzer, de editorial Entropía, fue el elegido para comenzar. Un librito corto, sin mucho hilo, que se puede leer con restos de efluvios alcohólicos de una Nochebuena. Recuerdo que cuando lo leí a mitad de año, me pareció un libro distinto, por su forma personal de escribirlo, con un estilo despojado de actualidad.
El libro, escrito en forma de apostillas, está basado en la relación (casi de idolatría) que construyen un grupo de amigos con Requena, un tipo «raro» a quien conocieron en un bar de Palermo, en donde paraban a charlar de literatura, filosofía y otras yerbas. El Maestro, como llamaban a Requena, es una persona solitaria -de esos solitarios que siempre andan acompañados- y muy erudita, con un gran sentido de la ironía y el humor. Un libro para saborear. Recomiendo leer una reseña más elaborada en LLP.
Luego fue el turno de un manuscrito, que por razones obvias no puedo revelar su origen ni su autoría. Una novela corta que la leí en un rato, igual que un par de cuentos de otro manuscrito, del cual tampoco revelaré nada, excepto que me gustaron, al igual que la novela.
Luego, y más entrada la tarde, fue el momento de la confusión, la apatía lectora y mi ataque compulsivo de dejar lecturas al cabo de un ratito. Pasaron por mis manos -y mis ojos- 20 páginas de Palacio Quemado, de Edmundo Paz Soldán, 30 de La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes, un cuento de Felisberto Hernández y otro de Mario Levrero.
Pero nada lograba engancharme, hasta que en mi quinto paseo por mi pila de libros todavía no ordenados en la bibliteca, me topé con La solución final, de Michael Chabon. Siempre le tuve un prejuicio -estúpido como todo prejuicio- al autor, y es -me da vergüenza confesarlo-, su apellido, que a pesar que mi (ex buen) inglés sabe o cree que se pronuncia «Cheibon», siempre lo llamé interiormente «chabón»: una palabra que siempre odié, por la simple razón que odiaba a una persona que la decía todo el tiempo. Ya se me pasó el odio a esa persona, y también un poco a la palabra.
Bueno, disgresión aparte, la cuestión es que comencé a leer este policial, que cuenta la historia de un niño judío mudo, de 9 años, que ha escapado de la Alemania nazi, con un loro gris como único compañero, que repite una serie de números que al parecer tienen que ver con algún misterio, y esa es la razón porque lo roban. Este robo, sumado a la muerte de un personaje que habita en la pensión en donde vive el niño, son la causa que hacen aparecer en la trama a un viejito de 89 años, especialista en resover casos dificiles en sus años mozos. Veremos si lo resuelve, todavía me falta leer la mitad del libro.
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