Por P.
Acabo de llegar desde Cartagena de Indias, en donde tuve la suerte de asistir al Hay Festival, la cuarta edición que se realiza en esta ciudad, de un festival que ya es toda una tradición en el mundo.
No fui a muchos encuentros: para ser exacto, sólo fui a tres (de los que ya hablaré). La belleza de la ciudad, y sobre todo, el carácter afable y cordial de los colombianos me «distrajo» de mi objetivo inicial. Caminé muchísimo, intentando absorber cada detalle de la ciudad, una gloria para la vista, llena de colores, casas coloniales con balconcitos con rejas de madera y mateos que circulaban con turistas con ojos como platos, intentando, intuyo, absorber los mismos detalles que yo.
A cada paso, había alguien con quien conversar. Los colombianos, si se los puede distraer de su objetivo inicial de venta (¡te venderían encantados hasta su mismísima madre!), son gente con las cuales la conversación fluye con alegría, sin rodeos y con mucha cordialidad. Hablan de todo y parecen estar llenos de tiempo, nunca se les agota.
Y hay personajes entrañables. Uno de ellos, y es de quien quiero hablar en esta nota, es un señor -¡no me acuerdo cómo se llama! (actualización: se llama Martín Roberto Murillo Gomez), pero no importa: lo llamaremos el Ángel de la lectura– dueño de una carreta, la Carreta Literaria ¡Leamos!, que hace unos años, la llenó de libros y comenzó a circular por distintos lugares de Colombia.