Por Ernestina Anchorena
Cartagena es como un libro de Levrero, todo el tiempo un ritmo, una cadencia que parece eterna por ser la misma, repetida en una y otra calle hasta sus murallas. Uno se pierde y da vueltas como en un laberinto aunque las calles tengan la típica traza de cuadrícula que los españoles supieron imponer hasta en las montañas más intrincadas y que se nos vuelven tan obvias en todos los pueblos del interior de la Argentina (la plaza al medio, la Iglesia a un lado, la Municipalidad y más lejos, más, el campo tan chato).
Mientras miro por la ventana ahora y veo a Buenos Aires la contradictoria y por eso tan nuestra, mis ojos se detienen en edificios dispares para pensar porque me gustó tanto Cartagena.
Buenos Aires me tira una frase que esta buena, que quiero repetirla a los cuatro vientos. Buenos Aires me dice «anarquía visual» y en el acto no puedo más que compararla a uno de esos tantos libros que no son más que copiar y pegar un montón de cosas de otros. No voy a ser mala, no voy a hablar de alguno en particular. Pero vuelvo a pasar mis ojos por los edificios distintos todos, con sus veredas en donde cada vecino planta lo que se le canta la gana y en una misma conviven un Palo Borracho que tarde o temprano explotará la vereda, un Ficus que será del tamaño de un Gomero de Recoleta, una Rosa China, una Acacia Bola.
Cartagena entonces, ahora la veo tan hermosa por oposición, y lo que gusta de ella es lo diferente a la anarquía visual, es la armonía visual. Una misma escala todo el tiempo, una altura que se repite sin árboles en calles empedradas y en donde los colores explotan a la cal en un sin fin de posibilidades, a puro candor, con la certeza del Caribe y la música. Con el recuerdo de barcos y pieles cobrizas, de portugueses imaginadores de molduras imposibles y perfumes de Clematis y Glicinas que crecen en la vereda misma para transformarse en más frisos, en flores que se cuelan entre las rejas de madera y las ventanas que sin vidrios dejan ver toda la vida interior, los patios, el ruido de las fuentes y la música, la música siempre para que los cuerpos se alegren con los colores del mango, de la sandía, de la uva.
Cartagena, cadencia visual, armonía, un tempo que se afirma como un buen libro.
Hombres de blanco y panamá. Infinitos García Márquez que se pasean con mujeres de blanco también y pechos rebosantes que se parecen a un son, a un ballenato cantado por los hermanos Zuleta. «Cuando el río está crecido es porque está lloviendo…»
En la librería Abaco, la más linda, la que conserva los arcos de medio punto y el azul añil que propicia una mirada más cierta de tantos buenos títulos. María……. la dueña de sonrisa total que cada mañana muy temprano se apresta a abrir ella misma la puerta, nos dice que pasemos. A solo una cuadra, en el Teatro Heredia, ahora mismo está Salman Rushdie. Ella se ríe y dice que en un rato nomás pasará por ahí con una rosa en la mano. Esto es el Caribe chica, me dice. Y yo no puedo más que creerle cuando lo veo, de blanco claro, con una rosa que es la misma que le regalan a todos las escritoras y escritores del Hay, caminando muy sonriente y saludando a mi amiga la librera. Pienso que la rosa contra sus mofletes no queda tan linda como quedaba contra el rostro de galán de telenovela de Alan Pauls. Cada vez que lo veo pienso que en un punto se equivocó de profesión. ¿Acaso no es tan fácil imaginarlo cual Arnaldo André pegándole bofetadas a Luisa Kuliok? Si no fuera que escribe tan bien, que es tan sagaz (cosa que quedó harto demostrada como bien lo dijo Pablo B. en el cierre del Hay) se podría asegurar que claramente se equivocó de profesión.
Instalada en una mesa de la librería y con un mojito en la mano, porque convengamos que toda buena librería debe tener un bar, me repongo de la visión de Salman a medio metro mío. No termino de cerrar la boca cuando mi admirado Villoro se acerca en busca de mesa. Con un tímido ademán le pido que me firme un ejemplar de Los culpables y le digo que él se parece un poco al protagonista del El mariachi. Villoro tiene el don de comprar a cualquier interlocutor y de ser tan accesible como cualquier hijo de vecino. Sin más se pone a contarme que esa noche tiene dos cocktails de esos en donde todos ostentan como si fuera un collar de diamantes su pase para el Hay, más tarde una fiesta y luego unos tragos en no sé qué bar de mucha onda. Que para colmo al otro día su avión parte a las seis de la mañana. Me cuenta que los colombianos son así, están los que viven de noche y están los otros, los que ponen los vuelos a las seis de la mañana. De hecho a las ocho ya han dado una clase en la universidad, ya han hecho deporte, desayunado y se toman el trabajo de llamarte para despertarte y contarte todo lo que han hecho.
Villoro se va presto a sus compromisos múltiples. En el fondo de la librería veo a Martin Amis que no viste de blanco y en otra mesa varios falsos García Márquez con Panamá de rigor discutiendo sobre el último libro de Fayad. Me distraigo en el acto porque no leí a este buen señor y mis ojos se detienen en el carrito literario. Un hombre flaco con pinta de Robinson Crusoe lo empuja hasta situarlo en frente de la librería. Pedro me cuenta que en su carro hay todo tipo de literatura y que él se pasea por las calles de Cartagena prestando libros, que ese es su don y que para eso está, que lo hace feliz. Abro la boca incrédula y termino creyendo. Me dice que las que más leen son las argentinas, que siempre le devuelven los libros y que él no pide nada a cambio. Se ríe y me muestra El futuro no es nuestro, este es el que promociono me dice. Más tarde miraré su blog y me emocionaré de que exista gente así.
No termino mi mojito cuando lo veo aparecer, raudo, a Mordzinski acompañado de la poeta más bella. Ella es Joumana Haddad y en el encuentro de poetas desquició a los oyentes con su lectura a dos voces del poema que trata de una mujer anterior a Eva, una mujer altiva y seductora, una mujer que vive en muchas de nosotras. Atardece, la luz es ideal para sacar fotos. Mi humilde Nikon descansa a mis pies.
«Esto es vida», me digo y pido otro mojito. Más tarde cenaré con un amigo en «La vitrola», al ritmo del son cubano en el café más lindo de Cartagena.
Fotos: Ernestina Anchorena
Muy bella crónica, esa ciudad debe ser maravillosa, y estar rodeada de libros y escritores la debe hacer más mágica aún…..
Me podrian decir el nombre del blog del señor del carrito literario?
Gracias!
Tina, que placer leerte y encima acompanas tus palabras con una fotografia que crece en vos dia a dia.
«Completita la chica»
Un beso grande