Se podría generalizar en una regla: cuanto más simple es el origen del terror, más efecto provoca.
El primero de octubre de un año indeterminado. Clayton Riddell, «un joven sin importancia especial alguna para la historia», pasea por el parque. Son las tres de la tarde, Clay disfruta del sol aunque ansía volver a casa (está en Boston donde le van a publicar una novela gráfica; vive en un pueblito de Maine) para reencontrarse con su hijo. Un camioncito de helados, de esos que vemos en las películas, estaciona cerca y Clay se pone en la cola, detrás de una mujer con un perrito y dos chicas adolescentes que parecen salidas de las Chicas Superpoderosas. Mientras esperan ser atendidas, las tres hablan por teléfono celular. Por supuesto, en el parque muchos otros también hablan por teléfono. Pero, como si fuera una característica de dibujantes, Clay no tiene.
De pronto, sin nada que lo hiciera prever, se desata una furiosa guerra entre la gente. Un hombre mata a un perro a mordiscos, otro se acerca blandiendo una cuchilla al tiempo que se corta a sí mismo, un bus turístico atropella a cuanto peatón se cruza, la mujer y las adolescentes se trenzan en una pelea que termina con los cráneos rotos. A lo lejos se oyen explosiones y caen aviones.
Como puede, Clay escapa y se refugia en un hotel junto a un puñado de sobrevivientes. Allí llegan a la conclusión de que todos los que hablaron por celular recibieron un pulso electrónico que les borró el cerebro (como un formateo de un disco rígido) y los dejó dueños incontrolables de una ira asesina. La «enfermedad» se propaga a la velocidad de la luz: ¿quién que tuviera un celular no lo habría usado para llamar a sus seres queridos en medio de semejante caos?