Por P.
No se preocupen que no me voy a descolgar con alguna poesía a lo Neruda ni nada que se le parezca.
Pero desde hace unos días las ochavas de la calle de la librería se han transformado en un infierno. Decenas de hombres vestidos de amarillo -¡todo es amarillo en Capital, hasta los puentes!- trabajan a destajo para hacer las «nuevas esquinas hollywoodenses» que, para los que no las conocen, consisten en agrandar las veredas y hacer las ochavas más grandes, con el objetivo -creo yo- de que las mesas de los restaurantes y los transeuntes puedan convivir en armonía, y supongo también para darle un aire de más paseo a la zona. No me voy a poner a discutir si sirven para algo o no, no puedo afirmar ni lo uno ni lo otro.
Pero sí me sucedió que viendo los trabajos cotidianos, y observando pilas de adoquines amontonados, me acordé de un texto de Michel Tournier de uno de los libros que más me gustan y que siempre hojeo. El libro se llama El espejo de las ideas y es una sucesión de reflexiones, en donde el autor espeja dos ideas («El amor y la amistad», «La endogamia y la exogamia», etc) con un pequeño análisis y comparación de ambas, siempre con inteligencia e ingenio. Si bien no siempre acuerdo con lo que expone, me produce un inmenso placer leer sus textos y siempre me dejan pensando.
Uno de estos textos se llama «El arbol y el camino», y extraigo este párrafo:
La materia misma de la que está hecho el camino juega un papel tan importante como su anchura. Al sustituir en un pueblo una calzada de adoquines o un camino de tierra por una carretera asfaltada, no sólo estamos cambiando un color, estamos transtornando el dinamismo de la imagen de este pueblo. Porque la tierra o la piedra son superficies rugosas y ásperas, y sobre todo permeables, la mirada se detiene en ellas, y gracias a esta permeabilidad, se relaciona con las profundidades subterráneas. Mientras que la cinta perfectamente lisa e impermeable del asfalto hace que la mirada se deslice, resbale para ir a proyectarse lejos, hacia el horizonte. Los árboles y las casas, socavados por la carretera, parecen vacilar, como si estuvieran al borde de un tobogán. Por eso no nos cansaremos nunca de cantar las alabanzas del viejo adoquín de granito. Alía paradójicamente una redondez y un pulido indestructibles con un individualismo testarudo, creador de irregularidades y de intersticios de hierba que son una alegría para los ojos y para el alma…, a falta de serlo para las ruedas de los coches.
Que bueno cuando se puede crear desde el caos…. que gràfico el parrafo extraido y que real.
Buen finde,Clau