Por Oliverio Coelho
Los cuentos de Morábito están atravesados por una aritmética perfecta. A menudo, en la proliferación argumental el trazo laberíntico obedece a un orden subterráneo y misterioso que roza lo fantástico –Las madres-. Los Vetriccioli es un ejemplo cabal de esta ecuación exponencial. El despliegue matemático de la anécdota podría anunciar el lugar común o la prolijidad escolar, si detrás no hubiera un escritor que repuja cada palabra en busca de la máxima precisión. Sin está precisión extrema para delimitar un universo personal -es en esto donde todo escritor se juega el pellejo-, sin la nitidez poética y el humor solapado, los relatos de Morábito serían deudores de Borges y, sobre todo, de Italo Calvino. Sin embargo Morábito concibe un trayecto diagonal, conjura ese fantasma bífido -centro de la tradición libresca más fina del siglo XX, que ha dado una escuela desencantada de imitadores-: bajo una rigurosa métrica, introduce una geografía bien latinoamericana, invierte sutilezas y matices del castellano de México, y siempre, en los finales, produce un retorno fatal de la realidad sobre personajes enormes en su destino y en su extravagancia.
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