Cuando la abuela no tiene la imagen maternal de los cuentos infantiles.
Un cuento de Natalia Rozenblum.
Mi abuela era fisicoculturista.
Tenía el cuerpo duro y lleno de líneas.
Cada vez que me levantaba a upa, yo le apretaba los brazos. Un día le dije que quería jugar a algo, que ella tenía que quedarse quieta. Toqué sus piernas, su panza, sus brazos, su espalda. Todo.
No encontré lo que Martín me había dicho: el piquito por donde desinflarla.
Le dije: es mentira.
Me dijo: ¿vos te pensás que la abuela duerme así?
Entonces un día le dije a mamá que quería irme a dormir a lo de la abuela.
Me miró con cara rara, creo que no le gustó.
Me dijo: no sé, tal vez otro día.
Pero Martín me había hecho una apuesta y no tenía mucho más tiempo. Además, mientras me daban la negativa, me hacía gestos detrás de la heladera, como diciendo que él había ganado.
Mamá no entendía nada, nunca había dormido en otra casa.
Me agarré a la abuela como si fuera un poste y en verdad se parecía. No se movía. No solo era imposible empujarla sino que mi cabeza en lugar de hundirse contra su cuerpo, rebotaba.
Lloré un rato largo.
Entró papá y qué pasa tanto lío.
Ah, hola, Estela, qué sorpresa tu visita.
Más sorpresivo esto, dijo mamá, la nena se quiere ir a dormir a lo de ella.
Papá puso la misma cara rara que mamá había puesto antes.
¿No me vas a saludar?, dijo la abuela.
Pero si ya te dije hola, le dijo tratando de evitar la escena de siempre. De siempre de las pocas veces que venía. No pudo.
La abuela lo abrazó hasta que se puso todo rojo. Papá es muy flaco y cuando la abuela lo abraza (cuando lo abrazaba) desaparecía.
Martín y yo lo buscábamos por los costados hasta que se veía un pedacito de él.
Después ella empezaba con las poses.
Sacaba pecho, cerraba los puños, ponía un brazo a la altura de la panza y el otro al costado de la cintura. Torcía la cadera y nosotros la imitábamos.
A mamá no le gustaba y decía mamá cortala.
Mamá y la abuela no se parecían mucho.
Como ya nadie me escuchaba repetí el pedido.
Dijeron que tenían que conversarlo solos: Martín salió de su escondite hacia el pasillo, yo después, y papá detrás de mí.
¿Adónde vas vos?
La voz de mamá se puso gruesa y fuerte. Era difícil creer que saliera de ella y no de la abuela.
Papá, que ya tenía medio cuerpo del otro lado de la puerta de la cocina, volvió a entrar la cabeza.
No escuché que dijera nada, pero retrocedió y se sentó. Los tres.
Yo caminé a mi habitación y cuando vi que Martín hacía lo mismo, también retrocedí y me quedé prendada de la cerradura.
La abuela no hablaba, subía los hombros para que se le hiciera la pelotita en los brazos. Papá miraba para cualquier lado. Mamá rompió el silencio.
Ojo con lo que vas a hacer, dijo.
Miré a la abuela abrir sus ojos como dos huevos. ¿Qué me querés decir?
Eso. Que no quiero que mi hija vea lo que yo tuve que ver a su edad.
No tenías su edad, nena, dijo la abuela. Eras más chiquita.
Mamá rezongó, hizo un ruido con la boca como si sacudiera los labios.
Uno: no quiero que la hagas ejercitar, ni siquiera una pose.
Dos: no le muestres los trofeos, las fotos, esas cosas.
Tres: apenas se arrepienta me llamás y la busco volando.
Qué exagerada, respondió la abuela.
Cuatro, dijo papá, no le pongas colorantes en la piel, la quiero blanquita como la parimos.
Martín me tomó por los hombros y me pegué un susto terrible.
Si hubieras nacido mujer no hubieras podido parir ni una frutilla con ese cuerpo, dijo la abuela.
Antes de que se armara más lío entramos. En realidad Martín me empujó y me di la cabeza contra la madera. Entonces ellos se callaron y nosotros tuvimos que aparecer para disimular que estábamos espiando.
Esa noche en la casa de la abuela lo cambió todo.
Apenas llegamos nos pusimos a jugar.
Tenía un cuarto donde dormir y otro lleno de pesas y equipos para ejercitar el cuerpo. Ahí mismo había un placard enorme con las mallas.
Le pedí que se pusiera una, por favor.
Primero dijo que no, pero enseguida agregó: ¿sabés lo que son los secretos?
Obvio, le dije.
A ver, contame uno.
Le conté que Martín gustaba de una compañerita mía.
Después dijo: no, chiquita, no sabés.
Sí, te juro que sé, te lo juro.
A ver, contame otro, dijo.
Pero ahí entendí. Me quedé callada.
¿Y? ¿Te comieron la lengua los ratones? Dale, quién es la que le gusta a tu hermanito.
Me mordí la lengua con tal de no decirle. Apreté los labios hasta que dijo bueno, basta, creo que ya sabés.
No te voy a dar muchas vueltas, y para decirlo se agachó a mi altura.
Tengo guardado algo que tu madre nunca quiso. Pensé que iba a tenerlo en el cajón hasta la muerte.
Lo dijo mientras me palpaba los brazos y las piernas.
Vos, siguió, vos sos mi heredera.
Yo por ese entonces creía que las herencias eran montañas de plata, casas o cosas, pero no algo que no se pudiera tocar.
Ella sacó una malla fucsia de mi tamaño. Vamos, probátela.
La agarré y me di vuelta para ir al baño o a la otra habitación cuando me dijo: ¿qué hacés? ¿Adónde vas?
Iba a explicarle, pero me arrepentí. Me la pongo si vos también, dije.
Le pareció un trato justo.
Las paredes eran de espejo, así que pude ver mi cuerpo cuando me cambiaba. La abuela se demoró para ayudarme a atar las tiritas y para apretarme las carnes flojas, según dijo. Después vamos a hacer algo con esto.
Se sacó los pantalones y yo abrí la boca.
Nunca la había visto desnuda.
Nunca le había visto siquiera las piernas. Las piernas poste a las que tantas veces me había agarrado. Eran enormes y con distintas formas, no algo que bajaba desde la cadera directo al piso.
Este es un cuerpo de verdad, ahora vas a ver.
Cuando se quedó sin camisa, sin corpiño, con la malla que hacía juego con la mía, no supe qué decir.
Vi sus tetas duras y quietas, las de mamá eran flojitas. Para mí todas las tetas eran así.
¿Te gusta?
La abuela tenía cuerpo de hombre con dos tetas parecidas a las bolas que se le hacían en los brazos cuando mostraba su fuerza.
La espalda era la más grande que había visto nunca jamás.
Empezó a hacer poses mirándose en el espejo. La podía ver de atrás y de frente. Su imagen se replicaba por todos lados.
Quise llorar. Lo que ya no quería era agarrarme a ella.
¿Te imaginás así?
La miré a la cara pero su cara también se había vuelto de hombre.
Durante la cena no dije ni mu.
La abuela me contaba todo lo que iba a venirme en el futuro.
El futuro, pensaba, solo sabía qué significaba con los verbos en inglés.
En la cama me puse contra un costado, bien lejos suyo. Ella vino más tarde.
Una sola vez en toda la noche intenté darme vuelta para ver si se había desinflado. Apenas giré la cabeza me pareció que seguía igual que antes. Me pregunté dónde podía esconder el piquito que me había dicho Martín.
No importaba, al otro día le diría que claro que lo había encontrado.
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