Matías Serra Bradford tradujo los Cuentos selectos, de Aldous Huxley (Edhasa). También escribió el prólogo, que aquí presentamos: «Se podría decir que para Huxley un descubrimiento poético no tenía menos valor —menos valencias— que un descubrimiento científico; que uno y otro podían guiarnos a otra parte», dice.
Por Matías Serra Bradford.
Es difícil, y acaso inútil, determinar si la versatilidad temática de los ensayos de Aldous Huxley se refleja en sus cuentos y novelas, o si se da el camino inverso. Es indudable que ha sido un vaivén sincrónico, en un escritor al que tanto lo tentaba adelantarse como quedarse atrás. La búsqueda constante de este curioso serial ha sido el hilo de una profusa continuidad entre géneros literarios. Sus narraciones y artículos críticos circundan esa curiosidad y son sus emisiones. La indagación se disgrega materialmente pero no espiritualmente.
La opinión de los contemporáneos —cuando uno de ellos es Desmond MacCarthy, el mejor crítico de oficio del grupo de Bloomsbury— tiene el valor de una videncia. Acerca del autor de Un mundo feliz, MacCarthy comentaba que “ningún novelista es tan sensible a la inconsecuente rareza de la vida, y a la inconsistencia de lo que está sucediendo simultáneamente en cada momento de la experiencia”. Todo proviene de una misma fuente, un idéntico espíritu con diversas máscaras literarias, y MacCarthy añadía que “el profundo placer de leer a Huxley reside en seguir el movimiento de su mente”. El movimiento de la vista, de la atención, podría decirse, de quien padeció serias dificultades oftalmológicas que sólo consiguieron fortalecer la tenacidad de un explorador omnívoro.
El novelista Peter Vansittart sostenía que Huxley sabía tanto que de él podía aprenderse cualquier cosa, desde Piranesi hasta el lenguaje maya: “Decía mucho e insinuaba más”. Otro que señalaba lo sorprendente de esa cohesión en relación con el sinfín de intereses de Huxley era Jocelyn Brooke. Lo comparó con Thomas Love Peacock, en su combinación de ingenio y erudición, que según Brooke utilizaba a conciencia, en parte con malicia y en parte para halagar a sus lectores. Fue un hombre de otro ámbito artístico, pero para nada ajeno a la literatura, Igor Stravinsky, que notó de inmediato “el hábito del científico de examinar todo desde todos los ángulos y de mirarlo del derecho y del revés, característico de Aldous”. Años después y sin saberlo, Anthony Powell daba vuelta la frase como un guante: “Era esa extraña clase de novelista, un hombre de ciencia frustrado”. Invariablemente justo, Anthony Burgess lo vio de otro modo: “Durante cuarenta años, sus lectores le perdonaron a Huxley convertir a la novela en un híbrido intelectual… Habiéndolo perdido, ya no tenemos nada que perdonar. No hubo novelas más estimulantes, excitantes o genuinamente iluminadoras después de Wells. Más que ningún otro, Huxley contribuyó a equipar con un cerebro a la novela contemporánea”. Según la original narradora Mary Butts, no había casi ningún tema que Huxley no pudiera iluminar, y agregaba: “Huxley consigue exactamente lo que se propone: dentro de ciertos límites, es todo lo que la clase de escritor que es debe ser”.
La invasión permanente de tópicos de lo más variados en Huxley tendría su contracara, sin embargo, en una leve pérdida de fluidez narrativa. En una conversación con «The Paris Review», él mismo confesó: “No me pienso como un novelista innato. Tengo una gran dificultad para inventar tramas… El novelista innato no cultiva otros intereses. Para él la ficción es algo absorbente que llena su mente y toma todo su tiempo y energía, mientras que otro con un tipo de mente distinta tiene estas otras actividades extracurriculares”. En otra parte revelaba que se consideraba “una especie de ensayista lo suficientemente ingenioso como para arreglárselas para escribir una clase de ficción muy limitada”. Siempre se supo de los manuscritos tachados y borroneados del autor de Eminencia gris. Recordaba Cyril Connolly que “aún aprendo” era la divisa que Huxley había tomado prestada de Goya. De todas formas, no pocos críticos han señalado la ficción breve de Huxley como su aporte más efectivo a la ficción. Señalaron que en el cuento Huxley demuestra más respeto por el formato —el género— que en la novela. A Huxley le agrada jugar con el oficio de la escritura, como se ve en “Monjas a la mesa”, una historia en el proceso de hacerse, de contarse.
Los relatos aquí reunidos son un documento del Huxley temprano y una referencia ineludible para medir el alcance de su progresiva transformación, aunque, como se ha dicho, se trataría más bien de variaciones —palabra cara a este autor— alrededor de obsesiones presentes desde el primer día. Puede resultar útil saber que “Eupompo le dio esplendor al arte…” fue escrito en su período universitario, y poco tiempo después —entre los veintiocho y los treinta y dos años— redactaría la mayoría de los cuentos aquí incluidos. Huxley se reinventó en el tiempo; fue varios escritores sucesivos y siempre la misma mano. La posteridad —la traducción— le ha brindado la ocasión de reaparecer con caras menos vistas: ensayista, crítico de arte y de música, cronista de viajes. Y le reveló una faceta que conoció poco en vida: reveses en su reputación. No sorprende que Posthumus haya sido un tirano. Ya entonces para algunos, como indicó Robert Craft, en cierto momento los criterios aplicables a su ficción dejaron de ser literarios. Lo ratificó una vieja anotación anónima que el traductor de este libro encontró escrita a lápiz en un margen de A Boy At The Hogarth Press de Richard Kennedy, sobre la editorial de Leonard y Virginia Woolf. Allí un lector desconocido le aclaraba a Kennedy, cuando este afirma que “excepto John Stuart Mill y Aldous Huxley pocos chicos de dieciséis años no son ingenuos”, que en realidad Huxley se volvió ingenuo a los sesenta, con su novela La isla.
La cuestión del tiempo conduce a uno de sus pliegues, el anacronismo. Estos cuentos escritos hace casi un siglo, en principio parecen curiosas instancias de anacronismo. ¿Pero qué es lo anacrónico en literatura?, ¿el tema?, ¿el estilo? Con frecuencia la impresión es que cuanto más desaparecido —y alejado del nuestro— se ve cierto mundo, más urgente se vuelve. Por otra parte, un clima anacrónico ofrenda otras ventajas: invierte el sentido del tiempo y en esa operación siembra ironías en los sitios más inesperados, y en un ambiente desplazado de la actualidad una inteligencia se nota igual o mejor.
La falsedad de la dicotomía entre un Huxley más aristocrático y otro —el místico, el Huxley tardío— la revela, sorpresivamente, el diario de Mircea Eliade, que cuenta que en noviembre de 1959 conoce a Julian Huxley: “En casa de John Nef conozco a Sir Julian Huxley. Le hablo, naturalmente, de Aldous. Me habría gustado saber desde cuándo y después de qué encuentro intelectual Aldous se convirtió en ‘místico’. Siempre lo fue, me contesta Sir Julian. Incluso en sus primeros libros. Acuérdese de lo que dice de la música y de la poesía… Me entero de algunos detalles interesantes. A los diecisiete años —aunque eso lo sabía— Aldous atravesó un corto período de ceguera. Aprendió muy rápidamente el alfabeto de los ciegos. Y no parecía deprimido. Es una gran ventaja poder leer así, decía. Cuando hace frío en la habitación se puede leer bajo la manta”.
Genio inquieto y figura distinguida
Testigos registraron la altura y la delgadez de Huxley, su silencio al moverse. Alan Watts decía en sus memorias que para conocer realmente al autor de El tiempo debe detenerse —su bondad, sensibilidad e ingenio— había que oír su inglés aristocrático, de distanciamiento gentil y asombro benevolente. Connolly confirmó que “uno no podía encontrarse con él sin ser consciente de su extraordinaria percepción y amabilidad”. Otro tanto hizo Christopher Isherwood, que consignó su cordialidad y su timidez. Con Isherwood colaboró en un guión —los dos vivieron largos períodos en California— que se terminó publicando en forma de libro, Las manos de Jacob. Huxley redactaría varios guiones, incluso intentaría uno para Walt Disney del alucinado Alicia de Lewis Carroll (éste, notable fotógrafo amateur, le había hecho un retrato a la madre de Huxley).
Según Alan Watts, “nadie podía resistirse a escuchar a Huxley”, a la elegancia de su voz y su uso del lenguaje. Es posible comparar esto con el tono de serenidad, de bienestar, de sus narradores de preguerra, y con ese tono general en el que Huxley parece de algún modo llamar al orden. Connolly decía que la naturaleza de Huxley “era muy inglesa, la del hombre dividido, el amante de la belleza y el placer dominado por una conciencia puritana”. Nunca envanecido por su erudición y su fama, Huxley era capaz de un sentido común formidable: “Freud nunca se encontró con un ser humano sano, sólo pacientes y otros psicoanalistas”. Cuando su tutor en Balliol College en Oxford le sugirió que considerara una carrera como profesor de literatura, Huxley le dijo: “Nunca sentí que la literatura fuera algo que debía estudiarse, sino más bien algo que debe disfrutarse”.
Sus novelas tardías asumieron a veces una actitud pontificante, pero en la temprana Crome Yellow Huxley ironizaba acerca de su obra y su destino enumerando una serie de libros apócrifos: Biography of Men Who Were Born Great, Biography of Men Who Achieved Greatness, Biography of Men Who Had Greatness Thrust Upon Them, Biography of Men Who Were Never Great At All. Su humor es fácilmente detectable en el nombre de ciertos personajes; nombres que llamaron la atención de Oliver Sacks, por ejemplo, encantado cuando al leer Antic Hay descubrió que uno se llamaba Mercaptan, un gas que huele a repollo podrido. El humor de Huxley se hace patente en “El joven Arquímedes”, en la descripción de una madre difícil de olvidar: “Su vitalidad, si uno pudiera haberla controlado y ponerla al servicio de un trabajo útil, habría provisto a un pueblo entero de energía eléctrica. Los físicos hablan de derivar la energía del átomo; se los emplearía de un modo más productivo más cerca de casa, descubriendo alguna manera de explotar esas enormes reservas de energía vital que se acumulan en mujeres desocupadas de temperamento sanguíneo”.
Es en ese mismo cuento que una curiosa observación revela la poderosa capacidad de percepción de Huxley, como un rizarse del tiempo en medio de un relato: “Esos intentos de Robin por imitar a su compañero eran con frecuencia en extremo ridículos. Por una ley turbiamente psicológica, las palabras y los actos que de por sí son serios en cuanto se los copia se vuelven cómicos. Y cuanto más certera la copia, más graciosa resulta, si la imitación es una parodia deliberada, una imitación demasiado recargada de alguien que uno conoce no nos hace reír tanto como una que es casi imposible de distinguir del original. La imitación fallida es sólo ridícula cuando es un intento de halago serio y sincero que no está del todo logrado”.
Se podría decir que para Huxley un descubrimiento poético no tenía menos valor —menos valencias— que un descubrimiento científico; que uno y otro podían guiarnos a otra parte. De pronto, en “El joven Arquímedes” el silencio intersecta una narración sobre la música: “Abstraído en mi trabajo, supongo que fue solamente después de que el silencio se prolongara un tiempo considerable que tomé conciencia de que los niños estaban haciendo muy poco ruido. No había gritos, no había correteo; apenas una conversación en voz baja. Sabiendo por experiencia que cuando los chicos están callados en general significa que están metidos en alguna fantástica travesura, me paré de la silla y me asomé por la baranda para ver en qué andaban”.
Lo que el escritor espera es que un desconocido vea algo en su escritura. En ese sentido Huxley ofrece un sinnúmero de oportunidades. En “El pequeño mexicano” leemos: “El viejo conde me había dicho que su nuera era religiosa, y por su aspecto podía creerlo con facilidad. Observaba con la mirada calma, remota, de alguien cuya vida sucede en su mayor parte detrás de los ojos”. O esta otra instancia, en “La familia Claxton”, en que su perspicacia se proyecta como un haz sobre la página: “Habían sido capaces de convencerse de que era su superioridad la que les impedía obtener el reconocimiento que se merecían. La falta de éxito de Herbert era incluso una prueba (aunque no fuera la clase de prueba más satisfactoria) de esa superioridad”.
Huxley poseía, en efecto, una gran inteligencia aun para una historia banal, como lo demuestra “La familia Claxton”. Cultivaba en algunos de sus relatos una especie de suspenso doméstico y social: infidelidades, fugas, desarreglos de clase. Mary Butts comentó: “Como la mayoría de los escritores cuyo trabajo es ilustrar el corazón humano, Huxley pisa terreo más firme en las debilidades humanas que en las virtudes”. Curiosamente, los personajes de “El retrato” recuerdan a los del venerable cuentista V. S. Pritchett. (¿Circulan los mismos personajes por la literatura de un país, como avatares?)
La multiplicidad de intereses de Huxley se vio ampliada por la variedad de lugares visitados o habitados. Desterrado vocacional, el autor de Música en la noche viajó, literalmente, por todas partes. Aquí están los cuentos en el extranjero para certificarlo, sobre todo porque su retrato de paisajes y latitudes ajenas es justo, puntual. En “Túneles verdes”, por ejemplo, hay una modesta contribución a la larga tradición de la fascinación de los ingleses por Italia. El final de ese relato es un raro caso en Huxley de un pasaje abiertamente emotivo, que no le hace perder el equilibrio ni la distinción.
Algún otro cuento ratifica la obsesión de Huxley con la cuestión del talento artístico, su descubrimiento y los modos de medirlo. A continuación, el lector tendrá sucesivas evidencias del talento del propio Aldous Huxley y quedará en sus manos la manera de estimarlo. A cincuenta años de su muerte, sigue dando suficientes pruebas de que el cuarzo atesora luz y es capaz de irradiarla horas y horas después de permanecer en plena oscuridad.
Felicitaciones por la traducción!