La editorial chilena Montacerdos publicó Eslovenia, primer volumen de cuentos de Esteban Catalán. Aquí presentamos el relato de una comida de domngo entre padre e hijo, casi una viñeta, del que no podemos decir si es terriblemente triste o feliz.
Cuento de Esteban Catalán (@estebancata).
–¿Te gusta la empanada de queso, hijo? –dice el padre. Es joven y algo bajo, tiene los ojos grandes. No parece un padre.
–La empanada de queso, sí, me encanta –dice el niño. No tiene más de diez años, es un ángel pequeño y formal.
–Podemos ir a almorzar al McDonald’s –plantea el niño–. ¿O es mucha plata?
–Ahí vemos –dice el padre. Es domingo. Está sentado en el suelo de un vagón del metro. El niño gira sin parar en el tubo de fierro incrustado en el centro del carro. Mueve los pies rápidamente, como si se fuera a alcanzar, como si se fuera a caer, pero no se cae. El niño gira y gira y gira y parece feliz.
El padre no sabe qué hacer con el niño. Quizás elija comerse una hamburguesa; el padre tiene el dinero para comprar la hamburguesa. Eso es: una hamburguesa y papas fritas, y después ir al departamento del padre a comerse las cosas mientras ven una película de acción. El padre propone una de los Power Rangers que el niño rechaza. El niño escoge una de Bruce Willis.
El padre y el niño se meten al local lleno de rojo amarillo con un salto viril y ordenan cosas por las que una mamá reclamaría. Pero ellos no. Piden hamburguesas, y el padre anuncia que agrandará las porciones.
Los hombros pequeños del niño parecen de un muñeco y detrás está la ciudad. La ciudad en un domingo, piensa el padre. El cielo está nublado, grisáceo y hace un poco de frío afuera, mientras ellos se comen esas hamburguesas y abren los sobres de mayonesa y kétchup. El padre ve a su hijo girar los sobres con tono ceremonioso. El niño les da un mordisco suave en la esquina a los cuatro sobres que han pedido y deja dos en las papas fritas y otros dos en las hamburguesas. Levanta el pan de la hamburguesa y ordena la mayonesa de adentro hacia fuera. Luego dibuja una figura opuesta con el kétchup.
–Parece un camino –dice el padre. Y el niño tapa su pequeña obra de arte y lo observa con los ojos achinados, ojos infantiles: ojos apretados mientras muerde la hamburguesa.
La cocina nunca se le dio al padre. Nació rodeado de hermanas y de su madre, y siempre estuvo al centro de la mesa para almorzar. El padre es trabajador de una tienda de materiales de construcción y eso es lo que sabe hacer. Sabe de fragües, de cementos, de pevecés, sabe de pinturas, pero no sabe cocinar. Durante unos meses vivió con una mujer, intentando reorganizar las cosas. La mujer cocinaba fideos y puré, hacía ensaladas de colores. El padre, que comió mucho en esa época, aprendió a lavar la loza y descubrió que lavaba mejor y más rápido con música de fondo. Aprendió a lavar muy rápido y con mucho ritmo, pero no podía invitar al niño a lavar la loza. Decirle: vamos y te lavo dos vasos y un plato, y de fondo una olla. Vas a ver cómo queda de bonita. Pero tenía las películas y seguía teniendo la pieza con vista a la ciudad.
El niño es regordete desde hace unos cinco años. El padre en cambio perdió un poco de peso cuando tuvo al niño. La madre del niño quería mucho al padre: eran una pareja tal para cual. La gente repetía ese concepto. Tal y Cual, así como una publicidad de chicles o de helados de edición limitada para el verano. Tal tenía el pelo claro y los ojos canela, tenía las caderas delgadas y no decía groserías. Le decían rubia en el lugar donde vivía Cual, y todo el mundo la miraba como a la madre de sus hijos. Los fines de semana, Tal se dedicaba a trabajar en las kermeses que la municipalidad organizaba para los abuelos que estaban solos o que no eran muy requeridos por sus familias. Tal salía al escenario con un vestido que parecía simple, aunque Cual notaba que tenía unos puntos para tomar la falda. Era un detalle importante, pensaba Cual. La falda podía volarse repentinamente sobre las rodillas blanquecinas de Tal, en pleno escenario, y hacer que se impresionaran los abuelos. Pero Tal salía y movía su gracioso pelo de color claro y animaba a los viejos que la miraban sentados desde abajo. Era un pueblo más o menos chico, que salía en algunos mapas, y Cual pensó que Tal era la mujer de su vida. Entonces empezó a llevarle flores y a darle vueltas a la plaza del pueblo, llevando las manos atrás mientras ella miraba hacia el frente, como si pudiera trazar una línea recta con los ojos por sobre la línea de casas que se veía en el cerro y que marcaba los límites de ese lugar. Cual para ese entonces había terminado el cuarto medio con buenas notas en al menos tres ramos. Sentía los hombros más grandes y se había acostado una vez con una mujer. Se sentía como alguien que ha trabajado bien y le pagan lo que corresponde.
–Te quiero, Tal –le dijo un día Cual.
–Vámonos. Vámonos de acá –le dijo ella.
El niño no se queda quieto en el sillón. Está sentado, pero le gusta girar sobre sus dos brazos, sobre su mismo eje, como lo hacen algunos niños en el agua. El padre está al lado, con las piernas cruzadas mirando cómo saltan los protagonistas. En la película está lloviendo y el padre pone atención a cómo se llueven los locales en donde hay pelea. El padre piensa que es muy fácil corregir esos techos donde todo se llueve. Se haría el trabajo en dos o tres días, con sol. El niño no puede quedarse quieto y tiene un mechón de pelo color claro que le cae sobre la frente, como si fuera un galán de teleseries infantiles. Pero no: tiene demasiada grasa debajo de la piel y los labios muy gruesos, aunque el padre piensa que el mechón es un rasgo inconfundible.
–Bruce Willis siempre rescata a una niña después de las peleas –dice el niño–. Siempre son rubias. ¿Te gustan las rubias?
–No sé –dice el padre. Cruza las piernas hacia el otro lado–. Hay rubias bonitas y hay rubias feas. A veces me gustan más las morenas –dice, y piensa en la mujer que le hacía ensaladas de colores y en los calzones de algodón que dejó y que no le va a devolver.
–A todo el mundo le gustan las rubias –dice el niño regordete.
Después no dice nada. Hay una explosión que le pone blanca la cara, y después tiene los ojos en medio del reflejo de dos hombres corriendo y hablando en inglés. El padre ve como si el niño moviera la boca, pero no está seguro.
–¿A ti te gustan las rubias? –pregunta el padre con las piernas cruzadas–. Dime qué te parecen a ti –insiste antes de concentrarse en la pantalla. Ahora nadie pelea: salió el sol y el protagonista prende un cigarro, roba una moto y se va.
El niño lo mira de reojo. Le ofrece el vaso de bebida agrandado que tiene en las manos. El padre lo rechaza: no puede creer que haya comprado ese vaso tan grande con Coca Cola. El niño le dice: mi mamá a veces se ve bonita, pero las otras rubias no me gustan mucho. No parecen rubias.
–Tu mamá tampoco es rubia –dice el padre.
–Pero parece –dice el niño–. A la gente le gusta. Nos vemos como rubios cuando estamos los dos.
El sol empieza a esconderse fuera del departamento, el cielo se pone de un color rosado y hay una frazada que está puesta como cortina en la sala del padre. Está todo oscuro y los dos tienen sueño. Pareciera como si fuera una noche para ellos, una noche para el padre y el hijo juntos.
Más tarde el padre lo mira desde la cocina, desde una línea recta que cruza dos ambientes. El padre lleva un delantal que dice algo en inglés. Tiene las manos llenas de lavaloza antigrasa. El padre abre un poco la llave y la deja correr sobre la fuente: la salida de agua está obstruida por un tapón. Pone un poco de lavaloza sobre la fuente y hace una espuma blanca para lavar. Echa en la espuma los dos platos que tiene, los dos vasos y algunos servicios, y después la olla grande. El padre se da cuenta de que el niño ronca. Gira la cabeza y mira cómo el niño ronca. El padre tiene las manos llenas de espuma blanca, suspendidas en el aire.
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