Flanery, Shakespeare, Borges, Quiroga, Morrisey, González Iñárritu, Carver, y la respuesta a eso que buscabas en la vida.
Por Luciano Lamberti.
1.
Hay un texto de Flanery O’Connor que todo escritor principiante debería leer. Se llama “El arte del cuento” y es una especie de conferencia leída para un taller de escritura, mayormente compuesto (imaginamos) de recatadas señoras sureñas. En el mismo se dice que detrás de un cuento no hay un “tema”, como podrían pensar las profesoras de literatura, sino “una acción dramática completa”. El tema estaría dado por la misma acción del cuento, por lo que sucede y por el destino que enfrentan sus personajes, y a quién pregunte “de qué se trata” hay que mandarlo a leer la historia y se acabó.
Años después, leyendo a Shakespeare (y robándole un poquito a la teoría del correlato objetivo de Elliot) Borges afirma que, en sus obras, el inglés transformaba sus desdichas personales, íntimas, en arte para todos. Era nadie, y con eso era todos los hombres, porque lograba elevar sus broncas contra el almanecero y sus peleas de pareja a símbolos universales.
2.
Por cuestiones laborales leo otra vez “El almohadón de plumas”, esa pequeña joya de Quiroga incluída en Cuentos de amor de locura y de muerte. El cuento podría ser fácilmente parte de una antología que reúna, a secas, lo mejor que se ha escrito en español. Narra la historia de Alicia, una muchachita frágil que se acaba de casar con Jordán. A él lo vemos corpulento, callado, dotado de un grueso bigote. La chica está enferma al principio del cuento y lo que se narra es la evolución de su enfermedad. Recuerdo de memoria la primer línea, que cumple a la perfección el decálogo que el mismo Quiroga escribió como fórmula para el cuento perfecto: «Su luna de miel fue un largo escalofrío». La chica muere y Jordán encuentra, en el almohadón de plumas, el parásito que estuvo alimentándose de ella durante todo ese tiempo. En el fondo, es una historia de amor desesperado, por más que tenga un final que casi linda con lo fantástico. El repugnante bicho (una especie de garrapata gigante) no es más que un símbolo, un correlato objetivo, de la incapacidad de Alicia para entender a Jordán. El bicho es la famosa pregunta que cualquier mujer puede formular en voz alta mientras enrolla distraídamente los pelos del pecho de su amante: ¿En qué pensás? En nada, responde él. La mujer quisiera trepanarle el cerebro con una mecha del ocho de su taladro casero para descubrir que sí: que la cabeza de su amante es un recipiente vacío. Es eso lo que Quiroga utiliza como emoción primaria en su maravilloso cuento. La imposibilidad del amor, vivida por el mísmo, se nos muestra como el parásito que termina matándola.
3.
Los mejores poemas de amor que leí los escribió Morrisey, que no es poeta pero que expresa como nadie la cualidad desesperada y arrebatada de la pasión momentánea. Sus canciones, sobre todo las de la época de The Smiths, construyen una tras otra la figura de alguien que se asoma al abismo del corazón humano, para mirar pero también para ser visto, y después arrojarse hacia él con los ojos abiertos. Hablan de relaciones intensas y ardientes, de amores no correspondidos, del ideal siempre imposible del amor perfecto (lo que es decir: de la vida perfecta). Cada una de ellas bien podría ser una consigna de taller literario: imaginar la historia que hay detrás, el alocado viernes y sábado que le dieron pie. Como en «Hand in glove«, donde se describe la maravillosa sensación de ser único por estar enamorado («tenemos algo que ellos nunca tendrán») o «Suedehead«, donde pinta como nadie la coexistencia difícil del deseo y el rechazo por alguien:
Tenías que escabullirte dentro de mi habitación
Solo para leer mi diario
Era para ver todas las cosas
Que sabías que había escrito sobre ti
Aunque probablemente su mejor canción, la que todos recordamos y sea una especie de himno secreto, sea «There is a light and it never goes out«. Es la historia perfecta. Noche, carretera, humo de cigarrillo. El que canta piensa que si pudiera elegir su forma de dejar el mundo eligiría esa: la de estrellarse junto al otro contra un colectivo de dos pisos o un camión de diez toneladas. La libertad del amor perfecto versus el volver a casa, a ser quiénes éramos, nuestras pobres vidas de siempre.
4.
Me bajo Birdman en la compu y la veo con Caterina y un par de cervezas. Es “la última” de Alejandro González Iñárritu y tiene la virtud, que no tienen muchas películas últimamente, de mantenerme despierto hasta el final (la costumbre de ver series está atrofiando mi capacidad de atención por más de 44 minutos). A la película le basta un solo quijotesco personaje, alguien que se ha quedado enamorado de su propia creación, para involucrarme como espectador casi como en un cuento de aventuras. Riggan Thomson en la piel del maravilloso Michael Keaton, que se da el lujo de caminar en calzoncillos por Times Square, cree hasta el final: se juega su vida en ello. A diferencia del verdadero Quijote, que en las últimas páginas se vuelve escéptico, y “entrega su vida”, el ex actor que interpreta Keaton (basado en gran medida en su recordado papel en las Batman de Tim Burton) logra vivir en su ilusión. Su vuelo, la mirada de su hija que es el último fotograma, son el correlato objetivo de la cita de Carver del principio:
¿Y conseguiste lo que
querías en esta vida?
Lo conseguí.
¿Y qué querías?
Considerarme amado, sentirme
amado sobre la tierra.
Hola, encontre esta pagina de casualidad y me encanto, Gracias por los videos de Clarice y Hannah!!
Un abrazo.