Las prácticas artísticas como un reivindicación de derechos humanos. De Ayotzinapa al Siluetazo.
Por Ezequiel Filgueira Risso.
Acontecida la noche del 26 de septiembre de 2014 una de las mayores atrocidades del último medio siglo de historia de México –según se la valoró–, la prensa local e internacional remarcaba que, a un mes de ocurrida en Ayotzinapa, el presidente Enrique Peña Nieto continuaba sin presentarse en el municipio de Iguala, estado de Guerrero, para acompañar el proceso que significaba la desaparición forzada de cuarenta y tres estudiantes a manos de la policía local y el crimen organizado, todavía sin esclarecer.
En el pronunciamiento publicado en su página web el 9 de octubre, el Centro Prodh afirma –cito casi textualmente– que la violencia recrudeció a nivel nacional; que el estado permite con su parálisis institucional que el terror avance y se criminalice y que se persiga a los defensores de los derechos humanos; que el Estado mexicano comete violaciones a los derechos humanos como las ejecuciones extrajudiciales, la desaparición forzada y la ausencia de un protocolo efectivo de búsqueda de personas desaparecidas y de consulta e información a los familiares sobre las investigaciones realizadas.
Sucesos como la desaparición de los estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, además de configurar una dimensión ética de la que participamos todos, convoca a escena múltiples prácticas artístico-políticas para reclamar la aparición con vida de las víctimas, elaborar su ausencia y enfatizar la visualidad de las demandas sociales.
«Nada parece más natural que pintar lo que no ha sido satisfecho», expresaba Frida Kahlo como ofreciendo un exvoto y dando cuenta de una búsqueda artística a la luz de la cual puede comprenderse el potencial psicosocial del arte y el uso que hoy le dan quienes se manifiestan en México a la instalación, las pintadas callejeras, la fotografía, el diseño gráfico y de páginas webs, la producción de figuras, muñecos, máscaras y disfraces; prácticas artísticas y políticas que buscan recuperar para el futuro de su comunidad el espacio físico y simbólico donde fueron detenidas y desaparecidas las personas por las que se ofrecen como sus representaciones.
En La fotografía y las representaciones de la memoria de las víctimas de la desaparición forzada en Colombia (Sans Soleil ediciones, 2013), Rodríguez Sánchez considera que algunas variables relevantes para el análisis de esta forma extrema de la violencia son el miedo –entendido no solo como sentimiento subjetivo sino como construcción cultural y como una materialización del poder cuando le basta con insinuarse para ponerse en funcionamiento–; la inexistencia de un cuerpo material y su influencia en la forma de asumir el duelo por parte de los familiares que sufren la pérdida; la noción de víctima –que al reconocer el estatus de tal muchas veces refuerza las subalternidades y el poder coercitivo de la violencia–; y la apelación a la fotografía como recurso para la memoria, entendida la imagen como relato con potencial político en tanto construye realidad al visibilizar las desapariciones y colaborar para revertir la desesperanza que paraliza a la ciudadanía.
Volviendo sobre Barthes, la autora señala que la imagen es una construcción cultural, que, para leerla, hay que realizar un ejercicio de interpretación que hace imposible la imparcialidad –motivo por el cual construiría identidad– y que en ese proceso los epígrafes que muchas veces acompañan las imágenes resultan orientadores en su lectura, que se vuelven complejas por la cantidad de los códigos que incluyen –fechas, situaciones, personas y lugares referenciados en las imágenes–. Este tipo de fotografías, sostiene Rodríguez Sánchez, son a la vez rastros del poder ejercido por unos sobre otros y de la invisibilización de la violencia facilitada por la marginalidad, la exclusión y la falta de alternativas; motivos por los cuales, enfatiza la necesidad de pensar formas distintas de construir memoria, donde se asuma una identidad cuyo “elemento central sea la transformación” y no la victimización, lo que permitiría dejar atrás formas fatalistas de entender las fuerzas que dirigen la propia vida asumiendo un grado mayor de control.
Vistas desde Argentina, las estrategias artisticas utilizadas por los manifestantes en México traen a la memoria –entre muchas acciones que buscaron reivindicar los derechos humanos– al Siluetazo, como se llamó a las dos acciones artístico políticas que se realizaron en Buenos Aires durante la transición democrática (1983). Estas acciones estéticas de praxis política –como las conceptualizó el historiador de arte e investigador Roberto Amigo–, en las que “los manifestantes transformaban estéticamente la realidad con un objetivo político sin ser concientes del carácter artístico de su práctica” –lo que las diferenció de otras intervenciones políticas en las que dominaba la estetización de las acciones–, consistieron en la representación de siluetas humanas vacías y a escala natural con fin de representar durante las manifestaciones “la presencia de la ausencia”, según refieren Ana Longoni y Gustavo Bruzzone, compiladores de El Siluetazo (Adriana Hidalgo editora, 2008).
Como respondiendo a la demanda por formas distintas de construir memoria e identidad, Roberto Amigo señala en Aparición con vida: Las siluetas de los detenidos-desaparecidos –texto incluido en El Siluetazo– el carácter de ofensiva de la intervención de las Madres de Plaza de Mayo derivado de la toma política y estética de la Plaza de Mayo por medio de la producción de siluetas que debían presentar un carácter vital para evitar la referencia a la muerte, permitir visualizar a los desparecidos y materializar la consigna “Aparición con vida” –para lo que se instaló un taller in situ con el fin de recuperar los lazos de solidaridad rotos–; de la apropiación de un espacio urbano ligado al poder con el objetivo de concientizar sobre el genocidio y la necesidad de justicia.
Cuando puede verse por televisión a uno de los estudiantes de Ayotzinapa relatar su negativa y la de sus compañeros a ser fotografiados y comunicar sus nombres al ejército –que con posterioridad al segundo ataque los acosaban criminalizándolos por asegurar las evidencias de las cuarenta y tres desapariciones sin custodia oficial– porque dándolos ya nada hubiera impedido que los mataran y desaparecieran al facilitar su identificación posterior; cuando puede verse a los padres de los normalistas explicar que aceptaron reunirse con representantes del gobierno mexicano bajo la condición de que no se tomaran fotografías del encuentro evitando prestarse a juegos de construcción de realidades mediáticas que pudieran reforzar complicidades, además de evidenciarse los diferentes usos que los actores sociales hacen de las imágenes –practicar cut ups para interferir los sistemas de control seccionando las asociaciones que reproducen realidades parciales y preparar “cintas pacíficas y tranquilizadoras” para cuando los sujetos se aturdan demasiado (W. Burroughs, La revolución electrónica, Caja negra editora, 2009)– se vuelve cada vez más necesario tener presente que el mundo de las imágenes resulta un recurso eficiente para sustituir al mundo real, como señala Sontag en Sobre la fotografía (Alfaguara, 2006). Recurso basado en el poder de la imágenes, especialmente la fotográfica, que deriva de su capacidad de “usurpar la realidad” al tratarse no solo una interpretación sino de rastros del objeto que captura –podríamos preguntarnos hoy si también a pesar de las modificaciones de posproducción digital–. Es decir, funcionan “como una huella o una máscara mortuoria” que no solo se asemeja al modelo sino que “forma parte y es una extensión” de él; lo que, por un lado, permitiría ejercer presión y manipularlo y, por el otro, demandaría esfuerzos cada vez más complejos a la hora de asumir roles transformadores.
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