Nicolás Prividera compila en El país del cine (Ed. Los Ríos) los artículos sobre el Nuevo Cine Argentino de los noventa: «Sería algo así como un nuevo cine al cubo», dice Eduardo Russo, autor del prólogo del volumen, «a pesar de las insistentes fantasías de autoengendramiento o renuncias y torsiones en cuanto a legados, linajes o deudas que le atañen, acordes a ese deseo de ruptura que bien puede ser un anhelo fundacional como la aspiración a una permanencia fuera de la historia, como cosa que no es lo suyo.»
Por Eduardo Russo.
Nicolás Prividera es un caso realmente infrecuente en el cine argentino: en su actividad se hacen complementarios, incluso por momentos indiscernibles, los actos de escritura crítica y realización. Ambos forman parte de un movimiento de interrogación y planteo sobre su práctica, con reenvíos y cruces reiterados entre página y pantalla, cuyo alcance es a la vez conceptual y creador. El origen múltiple de los textos no hace obstáculo para que a través de ellos se vaya tramando un cuerpo coherente, una configuración que insiste en el mismo título que formula este libro: el recorrido traza no una historia social, sino una interrogación a la vez histórica y política sobre el Nuevo Cine Argentino.
El Nuevo Cine Argentino de los noventa (en adelante, para abreviar y de acuerdo a la sigla consagrada, el NCA) no se ha manifestado con la consistencia de un movimiento, sino con el trazado más provisional de una cierta constelación cambiante, de acuerdo a cómo sus observadores vinculan o no los elementos que la componen. No está nada mal, incluso, evocarlo tal como quiere el autor, al modo de un viejo espectro que recorre desde hace largo tiempo nuestras pantallas. Deambula por los pasillos, algo deshilachado últimamente, pero como todo fantasma que se precie no cesa de insistir. El hecho de que sea un conjunto de contornos difusos se redobla con las resonancias de otros nuevos cines que lo antecedieron, el primero durante los sesenta y el segundo, más tenue e indeciso aunque con su etiqueta también adherida, durante la transición democrática de los ochenta. El que nos ocupa sería algo así como un nuevo cine al cubo, de tercera generación, a pesar de las insistentes fantasías de autoengendramiento o renuncias y torsiones en cuanto a legados, linajes o deudas que le atañen, acordes a ese deseo de ruptura que bien puede ser un anhelo fundacional como la aspiración a una permanencia fuera de la historia, como cosa que no es lo suyo.
El caso es que, avistado desde el presente, este último NCA ya ha transitado el tiempo de una generación entera, lapso demasiado extenso para la dinámica propia de un movimiento cinematográfico. Hubo reversiones, absorciones, interrupciones, hasta llegar al punto que hace necesaria su consideración desde una perspectiva histórica. En el contexto de su surgimiento en los noventa, el fenómeno mantuvo más bien, para acudir a otra figura frecuente en el reconocimiento de lo nuevo en distintos cines, la consistencia líquida y manifiesta de una ola, con su flujo y reflujo. Y a lo largo de estas dos décadas hubo varios balances e inventarios a lo largo del camino, que es preciso revisar.
Prividera examina este fenómeno y sus fases de manera compleja, midiendo (y midiéndose respecto de) esa formación, compilando ciertos textos de intervención, escritos en el fragor de la marcha, y disponiendo otros de replanteo o revisión a distancia sobre lo transitado. Su decisión de adoptar una perspectiva generacional no obedece tanto a una opción teórica que podría resultar un tanto inusitada en sus reminiscencias orteguianas, sino a una estrategia que le permite a la vez el análisis crítico y un pormenorizado relato y retrato colectivo. Por otra parte, como integrante de esa generación, este enfoque lo mueve a pensar qué lugar ocupa su propia producción en ese conjunto, qué clase de subjetividades se han construido en ese entramado histórico y político. No trata en El país del cine de elaborar una cartografía experta ni exhaustiva, ni de elucidar por ejemplo, un cronotopo del NCA con las herramientas del crítico o del teórico del cine. El recorte se hace a partir de lo que lo interpela en cuanto a la elaboración de esa historia política. Aunque el recurso al discurso académico está a mano en su estrategia, el resultado rechaza todo academicismo, ensanchando con su escritura una brecha que toma distancia tanto de la crítica de actualidad como de las pertenencias cinéfilas, del estudio de y para los claustros como del escrito militante.
En una discusión cuya intensidad provoca a la lectura continua, que se desplaza hasta con cierto suspenso del desarrollo de elaboraciones progresivas al estallido de algún fragmento flamígero, lo propio de Prividera es asumir los riesgos del ensayo, con lo que esta forma implica de apuesta personal y pensamiento en marcha, no conclusivo, abierto a su confrontación con un lector no imaginado como cómplice sino como crítico, reticente e incluso contendiente. Lo propio de los textos reunidos en este volumen, más allá de su diversidad, consiste en la renuncia a todo reposo de la escritura en un ángulo confortable. Uno de sus rasgos salientes es el cuestionamiento sistemático a lo consensuado, a lo que Prividera le adjudica con frecuencia la cristalización propia de lo canonizado. Tal vez no se trate en todos los casos de la acechanza del canon, pero basta con que aparezca la presión niveladora del consenso para que el autor reaccione y proponga una cuña, haciendo de la oposición una posición y motor de combustión interna de sus propuestas.
Tanto aquellos que leyeron sus escritos tempranos en el pionero sitio Cineísmo o en la galaxia posterior de la web 2.0, como quienes lo cono cieron con sus largometrajes M o Tierra de los padres, o quienes ingresen en su producción mediante este libro desde su mismo índice, reconocerán de inmediato en Prividera un movimiento de búsqueda incansable, que algunos podrían confundir con una condición imperativa. Pero lo que pone en juego es más bien algo del orden de lo imperioso. Existe en sus textos y sus films una tensión reconocible, que puede advertirse en sugestiva vecindad con otro discurso que también supo desplazarse de la creación a la crítica, y que él mismo evoca en no pocos pasajes convirtiéndose acaso en su referente mayor: David Viñas. El gesto decisivo de Prividera (evitaremos el lugar común de referir a un ademán, de acuerdo al modelo en cuestión) radica en elevar la potencia de la polémica a principio articulador de sus desarrollos. Sea por la formulación de argumentos a modo de réplica, sea por las agudas pullas en las acotaciones laterales, la lectura de El país del cine es también la estimulante crónica de un combate en marcha. Se lee en estos ensayos la construcción de cierta intensidad del discurso que posee el mérito de lo intempestivo. Interroga a su tiempo, lo incomoda, inserta elementos de anacronismo que desnaturalizan lo presuntamente cotidiano, los presupuestos que hacen a un sentido común, a lo que no es cuestionado porque se da por sobreentendido, para plantear cuestiones inusitadas. No es raro encontrar a Prividera tomando a una película o director por el extremo absolutamente opuesto al que el lector habría elegido. Y que en plena objeción ese mismo lector se encuentre en la necesidad de plantearse los fundamentos de su convicción preliminar.
Cabe señalar, además, un aspecto decisivo sobre esta estrategia polémica: no es un detalle menor que en esta política discursiva también se delinee una ética: más allá de la causticidad o la dureza posible, nunca deja de avistarse el ejercicio de cierta nobleza en plena querella, dado que lo que está en disputa es una verdad en el horizonte y no la lucha libre de ingenio o la inoculación
de virulencias verbales. Frente a tanto encomio del consenso o el inmediato deslizamiento de la confrontación hacia el desprecio o la brutalidad que abundan en los medios electrónicos en los que unos cuantos de estos textos tuvieron su primera existencia, cabe celebrar esta apuesta por una discusión que no se reduce a la contienda de egos ni al combate con una caricatura del adversario del propio discurso. No se trata de tener razón ni la última palabra, sino de buscarla aun a riesgo de lo extemporáneo, para seguir discutiendo con la esperanza de que alguna verdad asome en un momento futuro.
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