Un director de cine se encerró a vivir su muerte, y devino en una máquina de escritura, en un Mario Levrero de ácido. Geoff Dyer amplifica la “Zona” de Tarkovsky y reescribe a David Markson. El salto hacia Godard se da con un perro y Celine. “Así como se introducen las circunstancias de las muchas veces que se fue espectador, se aborda una escritura sobre ellas”, dice el autor de la nota.
Por Hernán Hevia.
Un fotografama de “Adiós al lenguaje”, de Jean-Luc Godard
Cuando Ricardo Becher (1903-2011) rechaza el tratamiento médico que le correspondería, apura su muerte. La decisión no promueve, sin embargo, un hecho a consumar sino un estado cuyo período deja que se le escape, de a ratos gratamente. La indagación sobre cómo atravesará el umbral al “más misterioso de los viajes” supone una única invariante; aún sabiendo que las hay más terrenales: ¿cómo ordenar la espera?
Es conocido que el encierro organizaba las colaboraciones entre Ozu y sus guionistas. El método consistía en reunirse a tomar sake y eventualmente trabajar. Desde 1949 hasta su última película en 1962, Ozu y Noda Kogo fueron eligiendo lugares diferentes: un bar, una casa en la montaña, una habitación de hotel. La medida de lo realizado se consignaba con equivalencias menos relacionadas con un resultado (minutos por páginas) que con cuestiones fisiológicas; “Historia de Tokio” les habría insumido ciento tres días y cuarenta y tres botellas. De todos modos, Ozu preferiría el amarillo; quizás lo tomara a escondidas. A un personaje interpretado por Ryu Chishu a punto de empinar el codo le hizo decir: “Por suerte perdimos la guerra.”. Además, durante las estadías en dichos lugares, se llevaba un cuaderno en el que aquel que pasara por allí podía apuntar lo que quisiera. Según el escritor y crítico Donald Richie, muchas de las notas se referían, naturalmente, al clima. Pero en Becher lo liso (para ellos) había devenido sprint sin rumbo (no sólo para sí).
Quebrados, con un juicio laboral que demoraba el monto de una indemnización, debieron dejar él y su compañero de siempre el departamento que compartían, para volver a encontrarse en las visitas diarias al geriátrico en Flores en el que Becher terminó por hospedarse. Filmar entonces hubiera resultado agotador —Becher ronda los ochenta años—; escribir no tanto. No hacía mucho que, a instancias de Luis Chitarroni, había publicado La séptima década.
A un rincón del pasillo que lleva al cuarto compartido los amigos le acercan una PC y Becher se impone escribir. En principio, escribir por escribir, escribir como tema; para corregir o leer en voz alta (se consigna una lista con los actores preferidos) y corregir, tramar derivas, paranoiquear. También para aislarse de lo que será en parte su material. Muchas entradas en un diario con una sola fecha, o que tiene tantas como el Almanaque de El Jinete Azul: los viejos con los que convive entre berrinches, rememoraciones incontinentes, seniles, y destratos; en contrapunto, las visitas que vienen y las anheladas. Diferentes momentos de una galería de retratados, no siempre de cuerpo presente, que contrastan con la fijeza de los nombres con los que Becher los ha bautizado. Y poemas, ajenos y propios, amagues de haikus, sueños y fragmentos de las novelas que no publicó. Si la PC falla o se pierde algún archivo, un cuento cuyo comienzo hemos leído varias veces aparece en su lugar desarrollado; premonitoriamente, termina con la aparición de un angelito negro. El mambo negro es, a su vez, la amenaza de la depresión. Escribir conforma un búnker en el que el afuera irrumpe sólo con locura y cadáveres. Un Levrero de ácido.
Dentro de ese margen acotado, lo que se escriba se irá redefiniendo según las circunstancias. Teclearlo todo en lo poco que queda. A veces un “me gustaría…” inaugura una sintaxis larga, sin puntos. El gusto y los axiomas importan menos que el contagio. Recta final, el libro, como una un poco promiscua vita nuova sobre relaciones de amistad-hermandad, por momentos más que intensas, y no tanto. Finalmente, la construcción de un breve ritual que tiene su erótica originaria en una playa en Brasil hacia fines de los setentas (y por lo tanto prescinde de los años que hicieran de Becher una referencia del Grupo de los Cinco de fines de los sesentas) o el deseo de una última vitalidad: en la página 118 aparece el proyecto de filmar, en la 162 ya tiene título y en la 233 se larga el rodaje. Con otro director, quien fuera un discípulo, “Recta final” como una película homenaje al impulso que motivó un movimiento, los Neo Expresionistas Digitales. Es decir, una película que desde el presente encuentra una cronología en un texto en tanto naturaleza. La mirada se asimila a la de un etólogo.
En relación a la película y al libro, las referencias resultan obvias —fueron tendencia—: el Fellini de “Entrevista” y el Nicholas Ray de “Relámpago sobre el agua”, por un lado, y Kerouac, por el otro. Pero al ser asidas tardíamente, como totalidades, pueden acumularse sin suponer traición ni mucho menos fricción entre sí. Eso les otorga una coloración diferente con cada mención; incluso se confunden. Ante lo eventual, las enseñanzas vienen de un lugar que no podría ser más ajeno: la isla de Japón. Otra que el desarrollismo. En cine: Kurosawa, la escena del sitio y toma del castillo en “Ran”. Y, más que Basho, diría el monje Ikkyū, de quien Kawabata comenta, en El bello Japón y yo, entre otras cosas, la excentricidad de sus anécdotas. Algunas de Becher que podrían agregarse: salirse de la Agrupación Nueva Música porque en un concierto en el que se había perdido en el piano terminó haciendo de su propia composición cualquier cosa y lo aplaudieron lo mismo (en sus últimos días, sin saberlo, se vestía como Cage), ser especialista en publicidades con niños cuando los aborrecía, decidir mudarse porque el futuro hogar terminó incendiado (si no se tiene donde vivir, mejor mudarse), mantener un partido de ajedrez entre toma y toma durante la filmación de un comercial, registrar varias veces los movimientos de una lagartija y enterarse en el revelado de que se lo ha conseguido en un solo fotograma. Hay un dejo melancólico en el fanatismo. Para entenderlo basta ver a la Orquesta Sakamoto interpretando En esta tarde gris; una anécdota más: fundir los planos a gris. Si las referencias se explicitan es también porque podrían suponer la clave de entrada para otros participantes, además de una sugerencia para un regalo.
La escritura se disuelve cuando Becher se asegura que el Negro José Campitelli estará bien. No se trata de un relevo: en la página 219, esperando un improbable tren, el Negro había concebido su primer haiku; Becher transcribe. Inmediatamente después concibieron uno juntos. La última página del libro muestra un cuadro del Negro vagamente informalista; en la parte superior, apenas hacia la izquierda, entre los estallidos de manchas asoma una silueta con los brazos en alto. Los “tú” que puntúan el libro y se fueron fundiendo con sucesivos destinatarios, incluído su autor, encuentran en ese cuadro una última expresión. Es de 1992; lo previeron. En un reportaje antes de morir, Becher dijo: “Lo que me preocupa es que no sé si voy a reencarnar como hombre o como hormiga.” ¿Quién determina el corte?
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Otra forma de la primera persona: Zona. Un libro sobre una película sobre un viaje a un cuarto, de Geoff Dyer (2012), plantearía una écfrasis rotunda de “Zona”, de Tarkovsky. El énfasis podría haber supuesto disputarse su objeto si no fuera porque la misma elección motiva, como ya se especifica desde el título, amplificaciones, en plural. Al mismo tiempo, la tapa del libro muestra a una niña leyendo que hemos visto o veremos al final de la película; se acota el margen entre la película y su descripción, y el libro reenvía a la lectura, se circunscribe a sí mismo y similares. Antes, habría que agradecer si Dyer descartó la idea de filmarse escribiendo; y que Panahi aceptara desde el nombre, cuando hizo lo correspondiente, aún bajo el resguardo de lo conceptual, lo derivativo de “Esto no es una película”. Y, si quizás para la película de Panahi pudiera extraerse un epígrafe del libro de Dyer, o de donde el mismo Dyer extrajo el que cierra el suyo, de Esto no es una novela, de David Markson, es porque el intento, por más nítidas que sean las diferencias, conforma una de las escatologías contemporáneas.
Como sea, la escritura de Dyer se superpone a la película de Tarkovsky haciendo coincidir sus inicios; Dyer describe cada momento de la película no sólo a partir de su comienzo sino también a partir de la primera vez que la vio, treinta años antes de escribir el libro, y volvió a ver, aunque no necesariamente en ese orden, como si reconstruyera el guión sin seguir un formato (secuencias o escenas) sino desde el tema que el mismo Tarkovsky interpuso como clave de su filmografía. Si el nombre del director no figura en la tapa (y el de Dyer es lo primero que se lee) es porque el libro se mimetiza con aquello que la película promueve: la sinopsis indica que en el centro de la zona, un espacio donde por contingencias inexplicadas, un sentir o una bomba nuclear, se ha desquiciado toda coordenada de referencia, hay un cuarto que cumpliría los verdaderos deseos. Daría testimonio de ello quien oficie de guía (el personaje Stalker). ¿Podría Dyer haberse plegado a quien desearía destruir el cuarto (El Profesor)? El viaje segundo para quienes vieron la película, el del libro, será entonces el del escritor (el Escritor), que a medida que avanza va apelando a lo que la película le suscitó, en principio, sobre Tarkovsky, el equipo de esta o de otra película, sobre cine en general: la acción de dejar una mochila debajo de la mesa en “Zona” se ve diferente a partir de haber visto, antes o después o por qué no durante, “La batalla de Argelia”; al inicio de la película, la velocidad de la cámara que traspasa una ventana-puerta y entra al cuarto donde el guía Stalker duerme con una mujer con los ojos abiertos podría ser la del último plano de “El pasajero”, si no fuera porque en éste se ve como la cámara, para atravesar las rejas y salir de la habitación del hotel donde duerme el protagonista, debe ir tanteando la cercanía a ellas hasta ya casi no notarlas para que alguien —que nadie se entere— pueda abrirlas y permitir que la cámara sea trasladada de los rieles a tierra a unos elevados. ¿La dificultad técnica revela la imposibilidad de una cámara ingrávida (no flotante, no un steady)? Se acude a un archivo completísimo de datos, anécdotas, percances y comentarios.
Así como se introducen las circunstancias de las muchas veces que se fue espectador, se aborda una escritura sobre ellas: se puede cambiar el plan cuando se revisa uno anterior, comenzando por traducir párrafos por planos y renglones vacíos por cortes. La acumulación de puerilidades irónico costumbristas atenuarían los aires trascendentales en Tarkovsky (la mochila debajo de la mesa conduce a la historia de un bolsito que la mujer le trajo a Dyer de Berlín y que primero no le gustó y, después, al perderlo, extrañó; pero Dyer no se pronuncia sobre las recurrentes gotas de agua). ¿O se trataría de la configuración de otro arquetipo, el del Escritor Leve? La distancia es con el espectador y el lector que ya no se es. Para Stalker, el personaje, la lectura también es más que un hábito. En todo caso —tesis, ensayo o memoria— la nota al pie parecería la apoyatura apropiada. Puede que las más largas sean las que tematizan la inclusión de fragmentos de películas; en orden: al inicio del libro, entre varios ejemplos introductorios, específicamente de “Stalker”, la escena de la zorra en “Distante”, de Nuri Beige Ceylan; hacia el final del libro, la evocación de, al parecer, todo Tarkovsky en “El regreso”, de Andrei Zvyagintsev. La escritura requiere del cine y no se vuelve sobre su desarrollo. Sólo excepcionalmente y quizás sin intención sucede lo propio en Tarkovsky. Pero lo último que se ve en “Stalker” es el primer plano de la niña lectora recostada sobre una mesa.
La primera nota al pie que se refiere a quien escribe necesitó del envión de dos anteriores referidas a la película en la misma página. Del mismo modo, las reduplicaciones que al inicio redescriben ciertos momentos desde los movimientos de cámara se basan probablemente en un lugar común, escindir la cámara de los personajes para igualar la cámara con la lapicera; aunque explicativos, constituyen desvíos. Rara vez la distancia con los personajes redunda en identidad: ¿El discurso indirecto libre hubiera vuelto ambigua la remisión a un yo? Eventualmente, las notas se multiplican, a condición de que luego se abrevien. No horadan en definitiva el texto como en el cuento de Walsh —aún cuando la proporcionalidad en este caso esté acotada por un cálculo— o sólo lo hacen en sus primeras performances. La ligereza que se anticipaba como recurso para abordar lo que apasiona, según el epígrafe de Camus extraído de Pequeña guía de ciudades sin pasado, se verifica más en que el contenido de algunas oraciones del cuerpo principal, que sigue diferenciándose como tal, pudieron pasar a las notas y, en menor medida, viceversa. La homogeinización sería la consecuencia naturalizada de una forma que se basa en la transición infinita que, a medida que se desenvuelve, se afianza. Más se acerca el final de cualquiera de las dos partes en las que está dividido el libro, más breves son las notas; desbordan menos y se adecúan al formato de la página y de su lugar en el libro. Como en los Marker y Sokurov metafísicos y Bela Tarr, temporalidades sin sobresaltos y memorias, sobre todo en tanto generalidades, conducen a supuestos desvíos por la subjetividad. Sostener la desidentificación con tiempos históricos que no fueran los del que interpreta sería un requisito.
Sin embargo, la empatía no excluye una crítica sobre lo histórico. Halperín Donghi caracterizó El patriciado uruguayo, de Carlos Real de Azúa, como una ingrávida armonía; y acaso haya cierta sintonía entre su último libro y Herrera. El colegiado en Uruguay. De la realmente exasperada proliferación de notas que caracterizan lo escrito por Azúa, y que ocasionalmente ameritaron una edición a dos columnas en relación al texto en apariencia principal, escribió:
Esa abrumadora acumulación de hechos y argumentos ceñidos a los datos de la realidad empírica podía parecer quizás el fruto del ensañamiento polémico: era sobre todo desconfianza frente a las construcciones de ideas, a las ajenas no más que a las propias. Y es frente a estas últimas donde esa desconfianza cumple su función correctiva con máxima eficacia.
(Revista Punto de vista 28, Noviembre de 1986, Australes: 4.50)
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En 2012 en la NYU, Dyer presentó “Zona” no sólo como la última película soviética de Tarkovsky sino como su última gran película. Es tan difícil no considerarla una alegoría como considerar que una alegoría se relaciona con un territorio de producción. ¿Basta sólo con trazar un límite —Dyer con Žižek, divulgando un divulgador—?
Precisamente, cuando Walter Murch, uno de los panelistas, además de reconducir sus intervenciones hacia “Apocalypse Now” o cualquier otra película que lo involucrara, ya sea de Coppola u otro amigo, y relacionar aquella con “Zona” porque ambas fueron filmadas en la misma época, porque algunos de los involucrados padecieron ataques al corazón, porque tuvieron paradas sus producciones por pequeñas catástrofes, como si fuera la película la que sufrió un tifón y no los habitantes del lugar donde se filmaba, etc. y etc., se refiere a las interrupciones que permitieron redireccionarlas, se corta la luz del auditorio o, al menos, en el archivo colgado en Youtube y la pantalla queda en negro. Evidentemente, falló un farol (más tarde, otro de los panelistas traerá a colación la telequinesis) dos veces; la luz vuelve y Murch compara las respectivas mezclas sonoras: admite que, mientras la de “Zona” le parece tosca, la de “Apocalypse Now” configura un antecedente del actual 5.1. Y en consonancia con una idea expresada en el libro de Dyer, Murch recuerda la intención de Coppola de construir una sala, un IMAX antes del IMAX, a la que habría que peregrinar hasta el centro geográfico de Estados Unidos para ver y sobre todo escuchar de manera adecuada y en exclusividad “Apocalypse Now”. Tarkovsky recurrirá a Wagner de un modo menos ubícuo recién en “Nostalgia”.
Otro de los panelistas, Michael Benson, menciona que una de las líneas de diálogo del personaje del Profesor parecía una referencia directa al sinuoso destino del físico Andrei Sakharov; cita además a un periodista que conoció que padecía gigantismo: para anticipar Chernóbil habría que haber olvidado el desastre atómico de Kyshtym de 1957; su amigo se definía como un hipo genético. También recuerda el chiste del llamado por teléfono en la película, que es considerado de un modo afín en el libro. Otro poco de aleccionadora especularidad: en off-off, Alberto Arbasino va a la proyección de “Desde”, la película que Warhol hizo después de “Chelsea girls”: «Se extiende una pantalla en la habitación, los invitados más disparatados se echan sobre divanes desparramados. Warhol se sienta junto a los dos proyectores, con una cesta de “trozos” delante, y la ayuda de Gerry Malanga (…) Warhol se sienta y experimenta, como en una composición musical aleatoria. Sube o baja o mezcla las diversas bandas sonoras, superpone los “planos” con intensidad variable; decide qué “pedazos” cargar sucesivamente en cada proyector: buscando evidentemente unas mezclas definitivas. Y son operaciones fascinantes, cambiando de signo cada vez, en combinaciones infinitas, el film no resulta menos ambiguo que un cuadro de De Stäel o un poema de Yeats. (…) Pero basta que suene el teléfono, él se levanta a responder, y el encanto de la operación desaparece.» (pp. 172-173). ¿Y si hubiese continuado tal como quedó y se le hubiera agregado a la mezcla sonora definitiva la conversación telefónica?
Phillip Lopate se refiere al milagro de “Ordet”, de Dreyer, como negativo del no realizado en “Zona”. Otra vez la película como un vacío activo.
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Cuando el Profesor, el Escritor y Stalker están en viaje hacia la zona resulta evidente el encabalgamiento de cambios: de los planos abiertos de la custodiada frontera, mediante un zoom progresivo aunque enmascarado por los cortes, a la estela en los charcos de los disparos de los guardias en el galpón donde se subirán a la zorra, a, más nítidamente, sobre ella, los planos de las tres nucas, parecidas entre sí, con el fondo pasando fuera de foco. (El paso de perspectivas lineales a sfumatos será más interesante —perdón— cuando no se corresponda con un tamaño de plano que se desprende del uso inmediato de un lente. Esa capacidad del zoom es la que, para Becher siguiendo a Bergman, lo determinaba como un cuarto lente; las intervenciones de fotografías que hacía con su PC en el geriátrico buscaban fijar esa transformación). Y cuando la imagen se estabiliza en un traslado que podría ser en el lugar, el sonido cíclico de la fricción con los rieles ya ha empezado a descomponerse en sus longitudes de onda. Es cierto que si bien la escena predispone a un cambio más evidente aún (al menos para los espectadores, que la zona se vea a color), Tarkosvky no obedece del todo a la lógica retrospectiva que conlleva solapar uno de los motivos justo antes del relevo por otro. O la técnica elegida porfía y queda expuesta. La escena nunca será lo suficientemente larga. Además, back projection y techno ambient siquiera son de la misma época. Tarkovsky es soviético en tanto necesita y sucumbe a tecnologías que, ni bien promovidas, son ruinas. A su defensa de “La infancia de Iván” frente a los críticos de L´Unitá, Sartre podría agregar otro argumento más: el gesto, sólo eso, de adaptar Los asesinos (ese reloj), de Hemingway, como estudiante de la VGIK.
Se puede prescindir de ver “Zona” rebobinándola; estos mismos espejitos de color reflejan una silueta —precisión de Dyer— que reaparece una vez que el trío ha vuelto al punto de partida: el insert de un perro negro que se acerca mientras los tres protagonistas todavía charlan en la zona y el plano general en el mismo bar que se vio al inicio de la película en el que Stalker, durante una charla menos acalorada con sus compañeros, le arrima algo para comer a un perro no menos negro. En ambos el perfil se corresponde con el de un ovejero alemán; otros planos más tarde lo desmienten. En ninguno el perro ladra. Que finalmente Dyer descubra todo lo que soñó con tener un perro importa por cómo le hace lugar a un animal que no existe pero que, aún así, o por eso, es amado.
El otro epígrafe del libro de Dyer —no casualmente Griffith y en primera persona— alegaba que de tanto ver una película ésta se transformó en una suerte de ceguera. Ese horizonte también es parte del mito de “Zona”: no sólo en un parate de la filmación todo el material quedó arruinado y obligó a volver a filmar repensando lo filmado sino que, años después, aquel material se quemó junto con quien lo atesoraba, la montajista Lyudmila Feiginova. Aún entonces cuando se vislumbre un animal como el unicornio de Los sonetos de Orfeo (II, 4), el umbral mencionado no parecería rozado. Pasar por él no supondría ni una película (ni un libro) ni a Griffith (ni a alguien); la ceguera no constituye una coyuntura. ¿Proyectándola desde el entrecejo? ¿Con Rilke, literalmente, cono y caballo u otro animal?
Sí se escuchan ladridos en “Nostalgia”: mientras un Loco (de locos) se baña en nafta y vocifera un discurso milenarista sobre la estatua ecuestre de Marco Aurelio, un ovejero alemán, también por insert (antes había aparecido sentado entre las personas que escuchan el discurso en el Campidoglio), se yergue, avanza y retrocede inquieto, gime un poco —y por momentos el agudo deviene aullido— mira hacia acá y ladra, ladra en el lugar; luego se cortará al encendedor con el que el Loco se prenderá fuego (el ladrido continuará hasta que el Loco no se mueva más y habrá otros varios inserts del perro). Y luego, el más que citado plano de la promesa que conduce a otra muerte, el que acompaña los tres intentos de llevar una vela prendida de un extremo a otro de unas termas, que también comienza con un encendedor. La cinta de la “Oda a la alegría” se rayó e interrumpió en el primer sacrificio y el “Requiem”, de Verdi, se impondrá momentáneamente en el segundo. Uno, filmado desde todos los ángulos; el otro, sin cortes. Y hacia el final de éste, unos lejanos e insistentes ladridos: ¿los mismos de antes o su eco? No se había visto ningún perro por allí. Sacrificado (¿adivinen cuál?) y perro se reunirán sin embargo en el plano siguiente, todo sepiado.
Un perro más reciente podría tender el puente entre los dos de Tarkovsky pero en el sentido inverso. En “Adiós al lenguaje”, la última película de Jean-Luc Godard, Roxy Miéville es uno de los ejes que atraviesa los tópicos de la película. El primero de ellos es “La naturaleza”: la mayoría de las veces se muestra al perro vagando en el bosque o cerca de un arroyo o incluso cuando la corriente se lo lleva; también en el interior de una casa y de un auto, y atado a una correa. El perro no comparte el espacio visual con ningún personaje. A diferencia del burro de “Al azar Baltazar”, de Bresson, se trata menos de la representación como una resistencia (física, corporal), del burro a lo que hay a su alrededor y que eventualmente puede ejercer presión sobre él (y cuyo interior sólo podemos conocer como opacidad, como cuando los pediatras palpan a los niños). Es una de las dos películas de Bresson que no es una adaptación literaria; o que podría considerársela de una partitura: la película de Bresson comienza, aún sobre los títulos, con la liberada y violenta sección media del Andantino de Schubert que se interrumpe momentáneamente por el primer rebuzno para después continuar hasta dar pie al cencerro que le habrán puesto en el cuello (luego, el bautismo y más de la sonata desde su famosa frase); la película de Godard termina con unos ladridos superpuestos al llanto de un bebé sobre dos flores rojas agrestes. No hay progresión en el perro, que sólo ladra o, más bien, gimotea, brevemente, pocas veces más durante el resto de la película: un poco antes de la mitad, sobre un plano aún más breve en el que un torso penetra a otro por atrás; cuando parece que lo dejaron atado en un muelle (¿el de “JLG/JLG”?) y el sonido no suena a directo; evocando una disputa marital: desde el fuera de campo se escucha a Anne-Marie Miéville, la mujer de Godard, que no es un personaje de la película, retando a Roxy porque entró a la cocina con las patas sucias nuevamente. Godard evidencia que tampoco le ha permitido ladrar en el montaje final.
En “Nuestra música”, Godard había contado que Bernardette, una campesina, durante el Segundo Imperio, decía haberse topado con la Virgen. Como no podía describirla, para poder reconocerla (o cerciorarse de si mentía o había enloquecido), le acercaron representaciones de pintores, de Rafael y de Murillo: no es ella, no y no. La niña pasaba las páginas de un libro, hasta la Virgen de Cambrai; Bernardette se arrodilló. “Un ícono. Sin movimiento, sin profundidad. Ninguna ilusión: lo sagrado”. En “Adiós al lenguaje”, Godard se habría propuesto, según una frase de Céline, alcanzar lo plano en la profundidad. A través de algo muy parecido a un fundido, el espectador ve cómo el perro -ambos de espaldas- ve un tren que pasa lateralmente, en barrido (ésa suele ser, en Godard, la relación entre personajes de perfil y, frontal a las ventanas, los fondos desde trenes andando). Es el único momento donde se podría ver lo que el perro vería, porque las miradas que de él abundan (se cita la octava de las Elegías de Duino, escritas en paralelo a Los sonetos de Orfeo) son en su mayoría a un fuera de campo que no se repone sino a lo sumo a cámara. Más tarde otro tren lo repele: rápidos planos alternados. En cómo se lo encuadra al perro, del mismo modo que con el Mediterráneo y los viejos disfrutando de sus fondos de pensión en un crucero en “Película Socialismo”, hay una llamativa adecuación a un imaginario. ¿Sería la consecuencia de apegarse, en “Adiós al lenguaje”, a lo específico del 3D para subvertirlo? Godard preservaría, justamente, la imagen del perro. Las dos cámaras simultáneas de diferente resolución, una junto a la otra sobre dispositivos caseros, en lugar de filmar lo mismo, panean entonces siguiendo cada una a cada uno de los personajes de una pareja que, cuando se separan, se alejan, se ven sin embargo juntos por el 3D. (En exteriores, que la paralaje disminuye, se tuerce el horizonte o, en interiores, la línea de fuga se vuelve el horizonte. ¿El perro en dos patas? Se filman las superficies más cerca de lo permitido por las técnicas. Y así. Y otro tanto con el sonido. La eclosión de todas estas estrategias visuales en una misma película conduce a “Dos o tres cosas que yo sé de ella”).
En el resumen manuscrito de la película, a la raya vertical que traza un margen desplazado que corta el texto, probablemente hecha con la Pelikan Soberana, le faltarían manchas saturadas -acuarela, óleo, marcador, etc.-; Godard enumera, como en “Nouvelle Vague”: “una segunda película comienza/la misma que la primera/y sin embargo es otra/de la especie humana se pasa a la metáfora”. En ella quedan involucrados los devenires de la pareja y el perro. ¿Y a quiénes se refiere? En todo caso -debió ser obvio-, habría que incluir entre los atributos del perro algunos del pavo real articulado de “Octubre”; sólo que la aparición de éste es circunscripta, emblemática.
Los íconos bizantinos no son sólo una figura; cuando los fondos laminados de oro reflejan la luz, los contornos se difuminan para el ojo. Dos momentos: parecido y presencia. El perro: un ícono secular, a mano.
Al final, Roxy vuelve. Dicen que los perros que no vuelven es porque se fueron a morir.
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