«A lo largo de la vida he llorado de todas las formas, en todas las posiciones y en todos los lugares posibles».
Por Virginia Cosin.
Canción para el que llora
En el Diccionario Filosófico, Voltaire (escritor, filósofo, historiador francés, uno de los máximos representantes de la Ilustración), dedica un apartado a las lágrimas:
Las lágrimas son el lenguaje mudo del dolor. ¿Qué relación puede haber entre una idea triste y ese licor líquido y salado que filtra por una pequeña glándula en el extremo externo del ojo, humedeciendo la conjuntiva y los pequeños puntos lagrimales, desde donde desciende hasta la nariz y hasta la boca por el receptáculo que llamamos saco lagrimal y por sus conductos?
Me he hecho esta pregunta —aunque no exactamente con estas palabras— infinidad de veces. Podría decir, la infinidad de veces que me sobrevino, en sus muy variadas formas, el llanto.
A lo largo de la vida, y descontando esa porción de la infancia en la que somos animalitos sin palabras y el llanto es la manera más eficaz y casi la única de comunicación, he llorado de todas las formas, en todas las posiciones y en todos los lugares posibles: en camas y sillones, empapando almohadas; en la calle, a la vista de todos; en restaurantes y cafés —sola o acompañada—; en medios de transporte —el más pintoresco, aunque quizás merezca una historia aparte: el subte de NY, yendo de Brooklyn a Manhattan, después de visitar al que fue mi primer amor, tras años sin vernos—; en baños; arrodillada; en posición fetal; caminando; discutiendo por teléfono; en lobbies de hotel; a los gritos; ahogando los sonidos; en estudios de abogados; en el trabajo; en inmobiliarias; leyendo libros, viendo películas, en el diván de mi analista (el único lugar en el que prácticamente me siento más normal llorando que riendo, o debería decir “estando seria”, porque no estoy segura —más bien podría afirmar que no es así— de que lo opuesto al llanto sea la risa).
Lloré tanto que me cuesta entender cómo diablos hace la gente que no llora casi nunca, para no llorar.
Hubo ocasiones en las que hubiera dado lo que fuera por contenerme, por evitar que mi cara se viera medio cómica por la mueca deformada de los músculos intentando retener la serie de mecanismos que nacen ¿dónde?, ¿en el diafragma, el estómago, la garganta, el pecho?, y culminan en ahogos y vahídos y mucosas irritadas. Hubiera querido ahorrarme la vergüenza de moquear en ciertas situaciones inadmisibles después de las cuales, a veces, alguien de mi familia me preguntaba qué había hecho, cómo había resuelto el problema en cuestión y ante la confesión de que no había hecho otra cosa más que ponerme llorar, mi interlocutor, más para sus adentros que dirigiéndose a mí, ironizaba: “qué útil”.
Y si llorar no sirve para nada, si no es útil, si las lágrimas no sirven, como el pis o el sudor para eliminar toxinas, o como las secreciones para expulsar microbios, o los fluidos genitales para lubricar o fecundar nada ¿Cómo se explican?
El héroe sensible de Historia del llanto, la novela de Alan Pauls, «considera las lágrimas como una especie de moneda, un instrumento de intercambio con el que compra o paga cosas» hasta que, un buen día, exactamente el 11 de septiembre de 1973, de visita en la casa de un amigo, frente al televisor cuya pantalla emite las imágenes del bombardeo a la casa del Palacio de la Moneda de Santiago, mientras un locutor anuncia el trágico final de Salvador Allende, descubre que ya no puede llorar. Porque el dolor es lo único verdadero, pero cuando sale a la superficie y entra en contacto con el aire se oxida, pasa a ser otra cosa: discurso, relato, canción de protesta.
Alicia bebe del frasquito y su cuerpo se reduce, hasta alcanzar el tamaño de un ratón y después come y crece tanto que se vuelve un gigante.
—Alicia, deberías avergonzarte de ti misma! —Se reprendió.— ¡Una niña tan grande como tú (nunca mejor dicho) no debería llorar de esa manera! ¡Ni una lágrima más! ¡Te lo prohíbo!
Pero de nada servían estas razones, porque sus ojos seguían vertiendo ríos, o mejor diría torrentes de lágrimas, que se precipitaban a sus pies, formando un gran charco de medio palmo de altura, que se extendía por el suelo del salón.
Entre tanto se pregunta cuál es su tamaño normal, porque se ha perdido de vista a ella misma y se habla, como “si fuera dos”.
—¡Ojalá no hubiera llorado tanto! —se lamentaba la niña, braceando en el mar de sus propias lágrimas y tratando de salir de él.— ¡Me está bien empleado y ahora me ahogaré en el mar de mis propias lágrimas! Nunca pensé que eso de “ahogarse en llanto” pudiera ser verdad, aunque hoy es verdad todo lo que ayer era mentira.
Para Voltaire, «el paso de las lágrimas no parece que tenga un fin tan determinado; pero siempre es loable que la Naturaleza las haga fluir para excitarnos a la compasión».
Es una explicación posible, aunque tan cierta como que el llanto a veces tiene una increíble capacidad de producir irritación en el otro. Es sabido que hay madres que no soportan el llanto de sus propios hijos. Probablemente porque ese sonido agudo, ese chillido, repercute en la caja de resonancia del propio llanto reprimido.
En mi caso, era mi padre el que no podía tolerar que llorara. Ante el más mínimo atisbo de llanto, un creciente nerviosismo empezaba a reptarle por el cuerpo, como una enredadera que le subía primero por un pié, que golpeteaba nerviosamente contra el suelo, y llegaba hasta su cara, que se ponía roja como un tomate. Los ojos se le llenaban de sangre y apretaba los dientes, que le rechinaban. Cuando los sollozos se le hacían intolerables, empezaba a proferir gritos huracanados, lo cual, lógicamente, me producía un terror tal, que provocaba accesos de llanto aún más descontrolados.
¿Por qué llorás? ¿Por qué llorás? Era la pregunta que mi padre repetía mientras me sacudía, clavándome los dedos de las manos en los hombros, como si yo fuera una de esas muñecas que lloran cuando se aprieta un botón y buscara ahora la perilla para desactivarla.
—¿Por qué lloro? —dijo.— ¿Por qué estoy llorando?
Es el marido que increpa a su mujer, en el cuento «Tiempo de divorcio», de John Cheever.
Oír mi voz y hablar le produjo un nuevo acceso, y se echó a llorar con desespero. Se incorporó, deslizó los brazos en las mangas de la bata y buscó a tientas un paquete de cigarrillos en la mesa. Vi su rostro mojado cuando encendió uno. La oí moverse en la oscuridad.
—¿Por qué lloras?
—¿Por qué lloro? ¿Por qué lloro? —preguntó, impaciente.— Lloro porque vi a una anciana abofetear a un niño en la tercera avenida. Estaba borracha, no puedo quitármela de la cabeza.
Arrancó el edredón de los pies de la cama y caminó con él hasta la puerta.
—Lloro porque mi padre murió cuando yo tenía doce años y porque mi madre se casó con un hombre a quien yo detestaba o creía detestar. Lloro porque tuve que ponerme un vestido espantoso, un vestido de segunda mano, para ir a una fiesta hace veinte años, y no me la pasé bien. Lloro por alguna crueldad que no consigo recordar. Lloro porque estoy cansada, porque estoy cansada y no puedo dormir.
Una posible finalidad, aunque no utilitaria, del llanto, podría ser la de operar como dispositivo de alarma, del mismo modo que la fiebre alerta sobre una infección. Lo que se llora, siempre, es una pérdida —incluso cuando se llora de felicidad: un llanto anticipado por la pérdida de aquello que se posee y regala un gozo que se sabe fugaz.
Las lágrimas en las que Alicia se hunde en el país de las maravillas, aparecen apenas comenzada la historia, y quizás haya en ellas algo de bautismo que inaugura el pasaje del mundo de la niñez al de la adolescencia.
El llanto, a su vez, arrastra hacia el presente un pasado que atormenta —porque se ha perdido y se lo añora, o porque está inscripto y en su carácter de fantasma vuelve, aunque se lo quisiera perder. El llanto desatado por la angustia o por el terror es una especie de conjuro: «Puedo llorar, y puedo hacer presente: la noche que no es noche, el día que no es día, el sueño vigilia… El sueño inestable y problemático de los otros en la casa me hace momentáneo. Mi domicilio está lleno de intrusos». (Cesar Aira, El llanto)
Hay llantos leves, exiguos, de una sola lágrima, llantos tormentosos que nos dejan arrasados, llantos agotadores y otros que consiguen aliviar, desagotar por un rato el peso, la opresión, el nudo en la garganta, la contractura en el diafragma. Hay llantos que tienden puentes hacia el otro, llantos comunitarios —recuerdo un momento particularmente triste, en el que lloramos abrazadas, mis amigas y yo, la muerte de otra amiga muy joven— y llantos que levantan paredes, que te expulsan del mundo y te destierran a un páramo de soledad. Hay llantos que lo ocupan todo, que desbordan, llantos viscosos como demonios que te retuercen el cuerpo entero.
El de Franny, en Franny & Zooey, esa “peliculita en prosa” escrita por J.D. Salinger, es un llanto inesperado, que la toma por sorpresa y tiene que expulsar como un huesito de pollo que se quedó atorado, que no puede explicar, que no responde a un motivo pero empuja como el agua de una represa:
Sin prestar atención al entorno, se sentó. Juntó las rodillas con firmeza, como para convertirse en una unidad más pequeña y compacta. Luego colocó las manos verticalmente sobre sus ojos y apretó con fuerza, como si quisiera paralizar el nervio óptico y ahogar todas las imágenes en una negrura abismal. Sus dedos extendidos, aunque temblorosos, o porque estaban temblorosos, parecían extrañamente bonitos y elegantes. Mantuvo esta posición tensa y casi fetal durante un momento de suspensión, después se echó a llorar. Lloró durante cinco minutos seguidos. Lloró sin intentar contener ninguna de las manifestaciones más ruidosas de la pena y la confusión, con todos los convulsos sonidos guturales que hace un niño histérico cuando el aire trata de salir a través de una epiglotis parcialmente cerrada. Sin embargo cuando al fin paró, sencillamente paró, sin las dolorosas, punzantes inspiraciones que suelen seguir a un estallido violento.
Me acuerdo del impacto que me produjo la obra de Federico León, Cachetazo de campo, cuando la vi, hace dieciocho años. No recuerdo nada del texto, a decir verdad. Pero sí que eran dos actrices: Paula Ituriza y Jimena Anganuzzi —madre e hija en la obra— y un hombre que representaba al Campo: Germán de Silva, y que en determinado momento, a poco de empezar, las mujeres se ponían a llorar. Lloraban y lloraban, y no paraban ni un minuto en toda la función. Los cuerpos, vulnerables, se iban transformando a medida que derramaban lágrimas y terminaban empapándolas y cubriéndolas de moco, que caía en hilos, por la nariz hasta la ropa. El efecto era de una realidad obscena.
La búsqueda de León en Cachetazo de campo era el de un procedimiento completamente diferente al de la tragedia, que Aristóteles en la Poética define como Catarsis. No se trataba, ahí, de provocar un sentimiento de identificación que permitiera “purificar” al espectador, sino de distanciar, volver extraño e incomprensible ese dolor, intelectualizarlo, producir un acontecimiento singular y no universal, porque no era la anécdota, o la historia, lo que importaba, sino el carácter performático de esos cuerpos descomponiéndose en escena.
Hace algunos meses que no lloro. Por momentos pienso que “estoy curada”, o que, por fin, como Alicia, me hice grande. Pero sé que probablemente se trate de un impasse. Porque suele ser el llanto el que desencadena la pregunta: ¿Por qué, por qué? Y la única manera de responderla es construyendo un relato.
Que lindo texto Vir.