¿Cuán independiente es un personaje de su autor? Si hay cosas que no sabemos que sabemos, hay cosas que no sabemos que hemos escrito. Algunas preguntas sobre las transferencias involuntarias de los prejuicios, los temores, las pasiones, los deseos y posición del escritor ante su tiempo en las ficciones que compone.
Por Valeria Tentoni.
Para Ray Bradbury, los personajes funcionan como médiums entre el autor y ese otro sí mismo dentro del autor: el proceso de escritura es a la vez un proceso de autoconocimiento. “La máquina de escribir debe ser como una Ouija, tus manos se deben mover sobre el teclado y revelar cosas sobre vos mismo que no sabías, que desconocías. Por ejemplo, en mi libro Farenheit 451, el personaje de Montag soy yo, descubriéndome a mí mismo. Hay partes de la personalidad que son destructivas, y las sacás y así encontrás maneras de volverte creativo. El personaje de Montag es un dictador que descubre que está incendiando no solo libros sino también ideas, así que sale en busca de redescubrirse y de descubrir cómo leer y cómo estar vivo a través de la lectura. Así abandona su profesión y se convierte en un destructor de los destructores”.
“Gabriel García Márquez se estiró en el asiento del bar y con las manos cruzadas sosteniéndose la nuca dijo que el narrador de su próxima novela era él pero no era él. (…) El narrador de su próxima novela, decía García Márquez, en rigor no era él mismo —aun cuando había vuelto al pueblo del Caribe donde transcurre para terminar de reconstruir los hechos— porque una crónica siempre ficcionaliza lo que cuenta y entonces un personaje real se transforma en un personaje de ficción”, narra Juan Martini sobre el proceso de edición de Crónica de una muerte anunciada.
En el intercambio epistolar entre Paul Auster y J.M. Coetzee, Aquí y ahora, hay un ping pong de 2009 en el que John le muestra a Paul (no, no son los Beatles) una carta de una lectora ofendida por el uso de insultos antisemitas en su libro Hombre lento. “Su referencia a los ‘judíos’ hecha de esa forma despectiva no añade nada valioso a la historia”, le escribe la mujer. “¿Qué se puede hacer?”, pregunta a su colega, y Auster es terminante: “No hagas caso de la estúpida carta y no pienses más en ello. O si no, si estás tan profundamente irritado que te resulta imposible dejar de pensar en ello, envía una carta a esa inglesa y dile que has escrito una novela, no un panfleto sobre comportamiento ético, y que los comentarios desdeñosos sobre los judíos, por no hablar de antisemitismo declarado, forman parte del mundo en que vivimos, y que solo porque tu personaje dice lo que dice no significa que tu apruebes sus manifestaciones. Lección primera de ‘Cómo leer una novela’. ¿Aprueban el asesinato los autores de una novela criminal? (…) La carta de esa mujer es absurda, una idiotez. Pero la triste verdad es que todos los novelistas reciben misivas de ese tipo de cuando en cuando. Mi típica respuesta es arrugarlas y tirarlas a la papelera”.
“Todo texto literario es también una puesta en blanco y negro de las convicciones, de los puntos de vista, de las miradas del mundo del propio autor, que no necesariamente son materia de la narración sino que son el origen de unos ciertos posicionamientos”, explica Hugo Aguilar en su gabinete de la Universidad Nacional de Río Cuarto, en Córdoba. Lo que dice lo dice a cuento del problema que tuvo con los militares Juan Filloy (el escritor en el que viene trabajando hace años) con su novela Vil & Vil, aparecida en diciembre de 1975. Secuestraron toda la edición del depósito de la imprenta Macció, “y lo interrogaron acerca de la novela. Le reclamaban ‘Acá dice tal cosa’, y les respondía ‘¡Pero eso lo dice el personaje, no lo digo yo! Qué bruto, cómo no se va a dar cuenta’. ‘Bueno, ¡pero lo escribió usted!’ Esa lógica de la independencia del personaje es una lógica evidentemente tramposa, porque en todos los personajes están presentes los prejuicios, las miradas del mundo, los temores, las pasiones, los deseos del propio autor y los de su tiempo, y la posición que el autor tiene con respecto a lo que su época piensa sobre esas cosas”.
A poco de la publicación de Bahía Blanca, Martín Kohan viajó a la localidad que se llama igual que su libro en el marco del Filba Nacional. Al ser entrevistado en Página/12, se refirió a la propia ciudad diciendo “es la ciudad negativizada, maldita”. El bahiense Ignacio Molina le dedicó un texto en el cierre del festival: “Además de una ciudad, para muchos Bahía Blanca es, a partir de ahora, el título de una novela. Una novela de un gran escritor argentino, autor de libros notables como La pérdida de Laura y Dos veces junio que, además de tomarse de la mitología de la ciudad para armar su trama, lo expande y lo amplifica agregándole un nuevo calificativo: negatividad”. Kohan continuó el intercambio: “Yo no escribí Bahía Blanca como si de una guía Michelin se tratara, ni tampoco como una crónica urbana; no puse mis opiniones, ni siquiera me las pregunté. No esperaba, por eso mismo, ser leído bajo esas premisas. Yo pensé en un personaje que nunca había estado en Bahía Blanca (…) Sus impresiones personales no están en juego, ni mucho menos las mías”.
Volvimos a consultarle, para esta nota: “Parto de la base de que el yo de un texto nunca es el yo que escribe, ni siquiera (o menos todavía) en los textos autobiográficos. Lo que espero es que haya una mediación, una distancia, un artificio, entre uno y otro, y para mí esa mediación y ese artificio es ni más ni menos que la literatura. Ni qué hablar de cuando se trata, no ya del narrador o del yo del enunciado, sino de un personaje, ni siquiera cuando se trate de un personaje propuesto como un alter ego (porque el alter ego es ego, pero antes que nada es alter): nunca se trata para mí de la expresión directa de la persona que escribe. Y cuando tiende a serlo o quiere serlo (porque leo algunas veces algunos libros que parecen no consistir en otra cosa que en uno o una que se ponen a contarme las cosas que les pasan) mi sensación de lector, o mi decepción de lector, es que falta literatura en lo que estoy leyendo. En cuanto a Bahía Blanca, en efecto, es una ficción; decir que es una ficción no supone decir que lo que ahí se diga es verdadero o falso, sino que responde a una construcción formal de voces y personajes y tramas y cosmovisiones. Que el libro se leyera como si se tratara de la mera comunicación de mis opiniones personales fue tremendamente frustrante, porque eso implica haberlo leído como si no fuese literatura, lo cual es lo más despectivo y deprimente que me pasó en materia literaria”, dijo.
“Siempre hay artificio. Sea o no literatura, porque el enunciador siempre es una construcción del sujeto concreto, nunca es el individuo mismo. La mediación de la palabra es inevitable, aún cuando el discurso no sea literario. Lo que diferencia a una ley y a un cuento es su horizonte de lectura, no la diferencia en las técnicas de lectura. El ‘efecto de sentido’ veroniano es una especie de maldición sobre la palabra a la que ningún discurso escapa”, abona Aguilar, y la rueda vuelve a girar. “De alguna manera, en la literatura siempre hay mediación. Una novela sobre un asesinato, contada desde el asesino, supongamos, no es una apología del asesinato”, explica Lara Segade, escritora y Doctora en Letras. “Dicho eso, se pone más complejo”.
Slavoj Žižek, continuando una serie que arranca Donald Rumsfeld, genera un concepto que podemos encontrar útil para tensionar algunas preguntas: el unknown known, lo que no sabemos que sabemos, “lo que compone, precisamente, el inconsciente freudiano, el conocimiento que no se conoce a sí mismo”, donde hay creencias desautorizadas, suposiciones y prácticas comunes de las que en ocasiones hasta pretendemos desentendernos. “Ese es el inconsciente, esa es la ideología, todos esos prejuicios silenciosos que determinan cómo actuamos, cómo reaccionamos, y de algún modo están tan embebidos en la textura que habitamos que ni siquiera sabemos que lo sabemos”, explica. “Son parte de nuestra identidad”.
Si hay cosas que no sabemos que sabemos, la pregunta aquí sería: ¿habrá cosas que no sabemos que hemos escrito?
“La ideología o visión del mundo no se expresa, según yo creo, por intención o premeditación, salvo en esa literatura que llamamos de mensaje y que suele ser literariamente muy pobre”, apunta Kohan. Se abre algo así como la posibilidad de un portal: eso que podemos pensar, con Aguilar, como la lógica tramposa del pensamiento independiente del personaje podría no implicar, necesariamente, dolo (intención de “cometer el delito”, aquí: la trampa) por parte del escritor. La pregunta, entonces, es por las filtraciones, por cierto grado de desgobierno. “Descubrir la tendencia no confesada del texto”, de la que quizás inclusive el escritor no es consciente, sino vehículo, conector de una época –la «Estructura de sentimiento», concepto de Raymond Williams, puede ser útil aquí también, apunta Segade– y sus productos.
¿Cuánto hay del unknown known de un autor en los personajes que crea, en los universos de ficción que redacta? ¿Cómo maniobrar, asimilar, ese tráfico? ¿Cómo responder por él, en caso de recibir una carta como la de Coetzee o una detención como la de Filloy? ¿Hay que responder? ¿Existe esa responsabilidad? ¿Qué extensión tiene, de existir? ¿Cuál es el pacto con el lector? ¿Por qué, si el lector no ingresa naturalmente en ese pacto –porque no ha asimilado las reglas del juego, porque está fuera del campo, porque no se preguntó por ellas y porque su campo le proveyó otras reglas de lectura, distintas, y no tenemos por qué pensar que peores– se le podría reclamar esa inteligencia específica, se esperaría de él lea con las normas con las que el escritor se maneja?
Parecería haber, para el escritor, por lo menos, dos modos de reacción ante el mismo fenómeno: uno, el que acepta alegremente, a la manera de Bradbury, el camino del autoconocimiento, y está dispuesto a dejarse sorprender (incluso horriblemente, y en público) por el unknown known. Y luego la otra que instala el paredón (¿sería como la cuarta pared, en teatro?) y no admite del lector reclamos en ese sentido, salvo que esté dispuesto a ingresar en la categoría de mal lector, de lector incapaz. Es el camino de la vehemente sugerencia de Paul Auster, estrategia a la que también echó mano Filloy en situación de arresto, de acusar al otro de bruto, de ignorante, de lector imberbe, y decirle: usted, simplemente, no sabe leer. No sabe distinguir dónde termino yo y dónde comienza el libro que escribí. Aunque también, por supuesto, se puede levantar el paredón sin dedicar injurias, con todo respeto (pero el mensaje sigue siendo ese: que el otro no ha leído bien).
¿Y qué pasa cuando hay desajuste entre el horizonte de lectura que se propone el autor y el que encuentra el lector? “El sentido se vuelve más elusivo de lo que ya es naturalmente. El lector lee desde unas ciertas condiciones del mundo que lo implican y de alguna forma determinan. Quizás la única finalidad de la carrera de Letras es ayudar a que esas condiciones del mundo sean permeables a unas ciertas señales indicadoras que muestren el camino de una lectura posible. Que es además una lectutra posible y nunca única. La tragedia está en la desaparición de la posibilidad de otorgar sentido, no en las condiciones materiales del mundo”, concluye Aguilar.
Buen texto, falta analizar un poco la relacion del autor con su obra, por ejemplo en «abbadon el exterminador» de Sabato. ¿Como leer un libro donde el mismo autor ingresa como personaje? ¿ Cuan distante es Soriano de si mismo en «triste y solitario final»?