Tres viejitas, bebidas añejas y un perro con nombre de cantante de tango. Un cuento de Federico Merea incluido en La poética del asunto (Blatt & Ríos).
Por Federico Merea.
La última navidad, después de una nochebuena de bebidas blancas, desayuné con cerveza. No sé qué pasó el resto del día. Al atardecer me encontré caminando sin rumbo por el suburbio. Un fino tamiz me separaba del mundo. Un perro tuerto y sarnoso pasó con una menudencia colgando de su boca. Estallaban lejanos petardos. Cerca de la esquina tres figuras. No se me definían los contornos. Me acerco y veo a las tres viejas. Todas canosas. Ropas sin color. Una casa con un león de yeso en el jardincito de entrada. Los canteros de los árboles con cerámicos haciendo juego con la fachada. Una de las viejas tiene una botella en la mano. La levanta con dificultad. Un levísimo movimiento, casi un espasmo.
—Muchacho… ¿nos ayuda?
Con manos temblorosas me alcanzó la botella, que resultó ser de sidra. La izquierda sostenía el pico y la derecha empujó desde la base. En el instante en que me pasaba la posta vi en un rapto etílico la escena de las tres en la cocina intentando abrirla, una por una, probando con un repasador, desistiendo, saliendo en fila a la vereda, esperando a que pase yo.
La etiqueta de la sidra había perdido el color. La tapa plástica era puro abandono y sequedad. Mis primeros intentos fueron en vano. Tratando de ganar tiempo, de aferrarme a algo y a su vez buscando excusas, justificativos, compasión y quién sabe qué más, interrogué al vidrio verde de la botella. Quería una fecha. La encontré con dificultad. Estaba muy borrosa. El mes no se leía, el año sí: era un año de hace doce años. Les eché un vistazo conjunto a las tres. Encontré caras esperanzadas que escondían angustia. También eran clientas que esperaban un servicio. Me miré las manos con múltiples líneas enrojecidas y volví a intentarlo, esta vez con mi remera como antideslizante, haciendo oídos sordos al ofrecimiento del repasador: no cedía.
Comprendí que mi hombría iba en ello y no me permití renunciar. ¿Tenía hombría, qué era mi hombría? La sostuve entre las rodillas, el cuerpo arqueado. Con la cara latiendo roja y el último aliento vino el logro. Gracias al impulso de la fuerza excedente, me pegué en el mentón con el dorso de la mano que empuñaba la tapa plástica. Hubo alborozo en las viejas, mientras me recomponía de mi piña con falsedad. El trío empezó a caerme bien y en mi interior las llamé viejitas. Sonreían. Una estrujaba con cierta emoción el repasador ofrecido.
—Acá está –dije agitado–. Sírvanse –intenté componer. Y extendí la botella chorreada a la que me la había dado.
No pude ni quise declinar la invitación de las viejitas. Les cedí el paso con cortesía para que me indicaran el camino. Al pasar junto al león de yeso que custodiaba la entrada, se me dio por acariciarlo. Justito cuando estaba en eso, la última de la fila miró para atrás y me pescó en el acto. Sin dejar de caminar, habló hacia el costado para que me llegara su voz:
—Se llama Pichuco. Y le caés muy bien.
Unos pasos después, mirando al frente, otra vez enfilada:
—Mi hermano le puso el nombre, era violinista, estuvo en su orquesta muchos años.
Atravesamos un pasillo lleno de alineadas macetas con tierra seca, añejas botellas vacías, maderas húmedas, metales oxidados y llegamos a la cocina. Recuerdo el mantel plastificado con deslucidos motivos frutales. En el living-comedor había un televisor tapado con una especie de caja del mismo plastificado. Detrás había una cruz de madera que colgaba torcida con un Jesús que contrapesaba clavado sólo por una muñeca. La sidra estaba tibia y tenía un sabor extraño, más cercano tal vez a un roñoso cajón de manzanas que a la manzana misma. Tomábamos los cuatro. Sus nombres: Lidia, Beba, y el otro no me acuerdo. A Beba la tenían al trote. Beba esto, Beba lo otro. Era la menor de las hermanas. Derrochaba jovialidad. Podía verse en ella a la que había sido. En un momento se ausentó y volvió a aparecer con una vincha elástica roja. Volvió el color a la vida. Creo que se había maquillado. Hay pasajes que se me escapan. No podría jurarlo pero es posible que intentara seducirme de algún modo, sin fines de lucro. Nos imaginé juntos en su cama, las hermanas escuchando del otro lado.
Luego entramos en un momento en el cual dejé de escuchar sus palabras. Sentía el valor de lo que decían, la interrelación de sus personalidades. Había cierta tensión antiquísima que de a ratos era superada por su hermandad. Aunque no sé, no soy confiable. Tuve que ir al baño. Me equivoqué de puerta y abrí la del dormitorio. La presencia de tres camas me dejó perplejo. En el baño: tres toallas, tres cepillos de pelo, tres cepillos de dientes.
Al volver me sorprendí gratamente porque la situación ameritó como para abrir otra sidra. Las viejitas me concedieron el honor otra vez, renovando su confianza. Una botella del mismo añejamiento con la que esta vez no tuve tantas dificultades. El ruido del descorche inició una nueva etapa, fresca, con la alegría de las burbujas. Tomamos casi sin hablar. Algún comentario suelto, inconexo. Breves y débiles diálogos, con algún aislado retruque impetuoso. Sin embargo creo (quiero creer) que hubo mucha comunión.
Beba llevaba la voz cantante. Lidia supervisaba con rigor desde su torre de hermana mayor. En mi recuerdo la del medio es un saquito beige, gruesos anteojos, respiración entrecortada, un caminar muy dificultoso y poca cosa más, quizá, en un análisis superficial, la opresión de saberse en el medio, aunque no sé muy bien si eso signifique algo. También hubo masitas, un álbum de fotos y algunas risas.
Sobre el final tomamos un vermouth mirando el noticioso para ver en qué andaba el mundo. Mientras iba al baño otra vez, las tres actuaban una tibia discusión política. De nuevo me equivoqué y de nuevo las tres camas me dejaron perplejo.
Volví y las encontré algo desmejoradas. Ya en la despedida se impuso un licorcito. Chocamos las copitas rebosantes. En el brindis los cuatro –ya no era ellas y yo– nos deseamos cosas buenas. Ahí me pareció una certeza: si no tomo no soy feliz.
Me despedí de Pichuco en la retirada. Como iba de salida le hice una caricia a contrapelo. El yeso me pareció mármol. Me saludó con algo entre rugido y ronroneo. Ya estaba oscuro, se veían algunas estrellas a través de las copas de los árboles. Algo poderoso me conectaba a mi entorno, creí entender el universo, aunque avanzar en línea recta no me era fácil. Todo tenía sentido, o nada lo tenía, lo mismo daba. Me puse a seguir el sonido de mis pasos y me fui perdiendo en la noche.
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