Juan José Becerra habla de su nueva novela, El espectáculo del tiempo (Seix Barral).
Por Patricio Zunini. Foto: Francesc Fernández/Editorial Candaya.
—El acto más frecuente del libro es mirar, pero menos por una cuestión narcisista sino que por ver dónde el tiempo va a hacer su caligrafía —dice Juan Becerra de su extraordinaria (en todo sentido) nueva novela, El espectáculo del tiempo, editada por Seix Barral.
Con él hablamos de este retrato familiar que, aunque escrito con Proust como uno de los referentes, no sigue la flecha de tiempo que se dispara tras una magdalena sino que se disipa en la desesperanza de la vida eterna. El protagonista de la novela tiene un cine en Junín y el deseo de ser un hombre distinto a su padre. Pero para ello la pregunta es quién es uno: cómo se construye, cómo se recuerda, cómo se piensa. La respuesta es una intenso recuerdo de intimidades que, estructurado como las alas de una mariposa, se abre con un big bang y se cierra con un big cruch, «con la épica del insecto que enfrenta a una bestia».
Un buen ejercicio sería leer El espectáculo del tiempo en línea con Pequeñas intenciones, de Jorge Consiglio, y La familia, de Gustavo Ferrerya.
—Lo primero para comentar es que la novela, incluso cuando habla de amor, tiene un tono feroz.
—El narrador es alguien con ganas de hablar sin una política de autorrepresión: lo que piensa lo dice. Como un pensamiento en voz alta. Sin embargo, ese pensamiento en voz alta es menos feroz que el de los personajes cuando hablan porque hablan cuando tienen algo que decir, están arrastrados por algún tipo de pasión, no pueden dejar de hablar. Eso le da a la historia un efecto de teatro verdadero. Sólo hace falta desprenderse a la cadena a la que uno está atado para poder decir lo que piensa.
—Hay un personaje, una diplomática que vive en Bolivia, que desarrolla un largo discurso xenófobo sobre los bolivianos: ¿cuántas novelas hoy podrían tener un personaje que rompa con la corrección política de esa manera?
—La incorrección es uno de los deportes masivos de la vida. Sin embargo, no hay esa incorrección en la literatura. Como si la literatura fuera un espacio donde tener más cuidado para saber qué cosas se pueden decir y cuáles no. Y no tiene sentido porque los personajes son los que hablan. No es el autor. Y aun cuando fuera el autor: ¿cuál sería el problema? Lo políticamente incorrecto ni siquiera es un dispositivo ideológico, es una sensación. El racista es un tipo que tiene una sensación: ve un negro o un judío y le da sarampión, pero eso no es un pensamiento ni una experiencia ideológica, está en el campo de la animalidad.
—El padre del protagonista habla bien de Hitler, esta mujer habla mal de los bolivianos, incluso el protagonista tiene sus momentos de misoginia: ¿te produce algún inconveniente saltar esas barreras?
—No, porque tengo mucha piedad para la vida. La persona que escribe es una especie de monstruo descontrolado. Una persona que escribe está en el estado del intratable. Yo tengo piedad para vivir aunque no la tenga para escribir. Pero está el hecho de que yo no soy una persona racista: no siento el racismo, entonces no tengo ningún remordimiento.
—Hablemos del padre del narrador, que es un padre desintegrador. Es un personaje muy importante para la trama, muy convocante.
—El personaje desintegrador funciona como fuerza atractiva porque todos tienen que ir en auxilio de su sostén. Pasa en todas las familias: la persona que no hace nada, que produce dispersión en lo que sería el pacto familiar, por lo general es auxiliada como si padeciese una patología que hay revertir u ocultar. No se la excluye; al contrario. El plan de integrarlo fracasa, pero la intención de sostener a un personaje que se cae por su propio peso está en cada uno de nosotros. El narrador quiere cesar de hacer el teatro del padre: encontrar otra letra, otro drama. Pero está siempre tentado a caer en ese agujero negro porque el plan del padre es muy seductor: vivir sin hacer nada, aprovechar el tiempo propio a pleno, hacer de su vida lo que quiere. Mientras los demás tienen hijos, trabajos, compromisos, la forma de vida del padre es soberana. Es una persona blindada que quiere darle a su vida una forma muy definida y que, para que esa forma sea lo más compacta posible, lo que hace es no obedecer ningún mandato.
—Pero pone a todo el resto a orbitar alrededor de él.
—Hay como una guerra de paciencia entre el narrador y su padre. En esa guerra gana el padre. Tiene toda la paciencia del mundo porque eligió una vida donde puede administrar cada segundo de su tiempo. Quién no quisiera utilizar todo el tiempo de su vida para hacer lo que quiera, aun cuando lo que quiera sea nada, sea simplemente contemplar. Está fuera de la serie capitalista. Está afuera del consumo y de la producción: los dos grandes sostenes del capitalismo son las dos cosas que el padre más desprecia.
—Insisto porque me parece que entra la figura del amo y el esclavo. Es cierto que el padre no tiene luz en su casa, pero va a lo de la hija —que se lo reprocha— para usar la heladera y el televisor.
—Esos son bienes de uso y aunque uno no los produzca o no los consuma les puede usar cuando son de los otros. Funciona con una lógica de inteligencia parasitaria. Funciona bastante bien al borde del teatro familiar y parasita ese teatro. Se baña con el agua de la hija, usa la heladera y el televisor de la hija. Toda la serie de consumos, que en apariencia no hace, lo hace a través de un tercero al que parasita para sostener el discurso de no necesitar nada. Por supuesto, tiene sus contradicciones.
—El espectáculo del tiempo es una novela proustiana pero, en lugar de ser lineal, lleva saltos que rompen la cronología de pasado, el presente y el futuro.
—Justamente Proust fue el que dijo que no hay nada menos cronológico que la vida. Siempre me llamó la atención que el narrador de En busca del tiempo perdido fuera tan estable. Un narrador estable en una historia larguísima, sosteniendo su estabilidad contra viento y marea. Siempre lo vi como una imperfección. (En buena hora que lo tenga; si no tuviera imperfecciones, la literatura sería fórmulas). Siempre lo vi muy contenido, muy controlador de la situación y nunca al borde de la decepción. Pero es evidente que En busca del tiempo perdido es una novela de referencia para mí. Yo quería quebrar los bloques emotivos de ese narrador. A lo largo de su vida uno no siente lo mismo sobre fenómenos iguales. El tiempo hace que el ánimo sea cambiante y que un día recuerde una historia con violencia, otro día tenga un registro más kitsch. Es decir: que vaya siendo fiel con todas las emociones que constituyen lo que llamamos un sujeto. Eso me parecía más realista.
—Incluso aparece el escritor que corrige la novela: cada tanto aparece, interrumpe el texto y lo corrige.
—Eso tenía que ver con que la terminé hace varios años y cada tanto la abría y leía un capítulo. Empezó a contar como una novela de guarda, donde la relación del escritor con lo que escribe es también una relación que se termina hasta el punto que uno querría cambiar completamente lo que escribió hace tres o cuatro años. Esa escritura ya no está más en mí, por eso cada vez que aparecía el lector —la versión viciosa del escritor que lee— aparecía como corrector, como alguien que sólo puede entrar al libro para intervenirlo, corregirlo, mejorarlo o castigarlo. Hay muchos momentos en que el narrador entra sólo para ver los errores que cometió.
—En una de esas intervenciones decís «la felicidad no es tema de la literatura». ¿Por qué no?
—Ante la experiencia de felicidad no hay nada que restaurar. Dejemos a la felicidad con la forma que tiene. Si los hechos encontraron una forma de felicidad no hay nada que agregar. Cómo sería agregar a la felicidad, cómo sería discutirle la verdad a la felicidad, qué haría la literatura. La felicidad le pertenece a la literatura pero a nivel del lector. Uno puede tener felicidad con un texto que lee, pero reconstruirla con herramientas literarias… No está en la agenda de la literatura. La felicidad es el más allá del arte.
—¿Ni siquiera en la erótica?
—No, porque la erótica tiene también sus zonas negras. Como género tiene desniveles, zonas de angustia, de goce. La felicidad pensada en términos clásicos es un instante de resplandor. Escribir sobre la felicidad es demasiado redundante. El sexo es otra cosa, el sexo es un vehículo hacia esa felicidad de la que no se va hablar. El momento más feliz del libro es cuando el narrador y su mujer están en la cama y ella llora cuando él le dice, en lenguaje muy pornográfico, que va a dejarla embarazada. Ese es el único punto de felicidad plena del libro y está sostenido por la pornografía. Si como dice el discurso conservador o ultracatólico, la sociedad está sostenida por la familia, no dejaríamos de ser ultracatólicos si decimos que la familia está sostenida por el sexo. El sexo es lo que hace funcionar a la familia. Eso está dando vueltas en el libro; entra y sale de la ideología del libro. Por qué hay tanto sexo: porque es una fuerza capaz de sostener la felicidad familiar. Es una fuerza que aparece en la novela naturalizada. Cuando alguien le dice a su pareja “vamos a hacer un hijo” le está diciendo “vamos a coger”. El discurso de la pornografía está totalmente integrado al discurso familiar. Son indivisibles si pensamos en una familia con un umbral de felicidad. Yo no veo que en las historias de familiares el sexo es accesorio, está por afuera del cuerpo familiar. Para mí está en el corazón.
—En la novela hay sexo, pero también hay amor.
—El sexo está por detrás del amor. Cuando están por acabar y él le dice que van a concebir un hijo, es el amor lo que prevale. Y cambia el registro del lenguaje. Pasan del discurso pornográfico al discurso familiar en el mismo escenario.
—El espectáculo del tiempo está escrita en primera persona, el narrador es de Junín como vos, se llama Juan Guerra que es muy parecido a Juan Becerra, el padre recibe una carta de Perón como tu papá: la novela está llena de tensiones autobiográficas.
—No me causa ninguna inquietud porque tengo la sensación de que la autobiografía es justamente lo que no se puede hacer. Uno no puede contar su propia historia. Es imposible. La cantidad de deslizamientos que hay cuando uno tiene ese programa en la cabeza son lo suficientemente arborescentes y voluminosos como para que lo que sería la estructura de una autobiografía se empiece a desmembrar. La voluntad de escribir una autobiografía te lleva al fracaso de escribir una autobiografía. El recuerdo es una composición totalmente volátil que cambia día tras día: ¿cómo no vamos a considerar que la escritura acompaña al recuerdo en esa misión de evaporarse? Si yo supusiera que esta es mi autobiografía y leyera el libro, seguramente al cabo de leerla diría: “Esta no es mi vida, no soy esta persona”. Por supuesto en la novela hay una tasa de acontecimientos que me ocurrieron a mí: es una tasa mínima y además, desde el momento en que uno parte de ahí no hace más que alejarse. Yo no gano en profundidad, al contrario: voy a ganar en dispersión, en descontrol y, básicamente, en delirio.
—Leyéndote, escuchándote, me hace creer que sos alguien que tiene fe en la literatura.
—Es en lo único que tengo fe. Pero tengo fe en el sentido que cualquiera otra persona puede tener fe en el dios que no existe. No es mejor mi fe. Está llena de credulidad, de confianza y, muchas veces, de fanatismo. Uno creo que los libros son esclarecedores: habría que decir que más bien son placenteros. Pero como en lo placentero uno siente remordimientos, cree que el placer tiene que tener una utilidad. Entonces, leo porque me gusta pero además porque entiendo el mundo. Y no entiendo un carajo: es una fantasía.
un rejunte de postestructuralismo y barroquismo convierte la novela en un ejercicio predecible donde lo mas importante no es lo que se dice sino como se dice cuando todos estamos buscando desesperadamente una salida.
Leì el libro como una revelaciòn (con todo lo q en literatura eso conlleva) despues de rondarlo una y otra vez en la librerìa por un tiempo, hasta q me decidì a encararlo…y ahora voy por todo lo anterior de J.J.Becerra-de hecho estoy leyendo «Toda La Verdad»-.
En cuanto a la excelente entrevista q aquì se ofrece, como sintesìs, me quedo con la frase del cronista q antecede la palabra del autor y q aclara mis vacilaciones de especular-ahora compartir con èl-con la misma sensaciòn:
«Un buen ejercicio sería leer El espectáculo del tiempo en línea con Pequeñas intenciones, de Jorge Consiglio, y La familia, de Gustavo Ferrerya»
[…] Notas: [1] http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/4-20550-2011-01-21.html [2] http://blog.eternacadencia.com.ar/archives/42934#more-42934 [3] […]