Incluido como bonus track en El caos, recientemente reeditado por La Bestia Equilátera, «El examen» encuentra el rumbo para, partiendo desde el costumbrismo, llegar hacia un fantástico pícaro.
Un cuento de J. Rodolfo Wilcock.
Sebastián Cornet recibió las pruebas de su primer libro de versos. Abrió el sobre con impaciencia, admiró algunas páginas, y comenzó a corregirlas. En la página 32, en el poema titulado “El Ídolo de Aire”, advirtió que habían sustituido la tercera línea por estas palabras: Orán la frente y desolado el pelo. Asombrado, supuso que el error era demasiado extraño para no ser natural; lo corrigió, terminó de revisar el libro, que se llamaba Los Álamos Dorados, y retomó la antología de Federico de Onís, abriéndola en la página dedicada a Francisco López Merino.
Cornet preparaba un examen de Literatura Argentina. Con más precisión: el examen correspondiente a un curso especializado sobre Literatura Argentina Contemporánea, y el último de su carrera en la Facultad de Filosofía y Letras.
Cuando llegó la segunda prueba, una semana después, el error se había extendido, mínima pero terriblemente. La línea mencionada decía ahora: Orán 834 frente y desolado el pelo. Cornet, gracias a su breve experiencia periodística, sabía que las anomalías de los linotipos son tan imprevisibles como inverosímiles; pero esta era una sustitución nefanda y demasiado llena de sentido. Él mismo llevó esta vez las pruebas a la imprenta; inquirió el origen de esa monstruosa dirección intercalada en medio de Los Álamos Dorados. Nadie supo explicarla; la persona que había compuesto esa página también a había corregido; evidentemente, la línea había sido sustituida entre el momento de la corrección y el momento de imprimir las pruebas. El problema no era demasiado importante, y fue de inmediato eliminado de varias memorias; sobre todo, de la memoria de Sebastián Cornet.
La tercera y última prueba fue mucho más explícita. La misma línea decía ahora Orán 834 Marzo 17 y desolado el pelo. Decididamente, eso, que ni siquiera merecía un nombre, había tomado la forma de una cita. La fecha correspondía al día siguiente, y era el día del examen de Cornet.
El examen empezaba a las seis de la tarde; a las tres, el joven poeta llegó a la casa de la calle Orán. El frente de la casa estaba en demolición; la parte de atrás era sometida a diversos arreglos con el fin de dividirla en departamentos. Era una casa muy grande, más o menos del año 1910, e infinitas personas la recorrían, acarreando ladrillos. Cornet entró por lo que había sido la puerta cochera, atravesó varios cuartos con ángeles pintados en el cielorraso y con el piso lleno de cal. Se miró en un espejo, también manchado de cal, y se encontró un poco avejentado; debajo del espejo subsistía una chimenea de rocaille. En un rincón había quedado una percha, donde los albañiles colgaban su ropa.
Como siempre sucede en las casas deshabitadas, el estudiante tuvo la impresión de haber vivido en ella alguna vez. No comprendió la extraña cita, y se sintió defraudado; un banco roto, con flores de laca, un cajón con algunos libros, y un atril de música partido en dos pedazos, no le llamaron la atención. De pronto recordó su examen, y se olvidó de la casa; antes de ir a la Facultad tomó un café con leche en una lechería próxima: el café tenía un gusto diferente.
Cuando llegó su turno se sentía muy alegre, como consecuencia de las rápidas e ingeniosas conversaciones que había antenido hasta ese instante con sus compañeros, todos afectados or la misma nerviosidad. La mesa lo recibió con displicente deferencia; Eduardo Washington Passo, disminuido por los gruesos cristales de sus anteojos, le hizo la primer pregunta.
—¿Qué sabe de Eloy Matienzo?
Cornet se sintió transportado a aquella nube solitaria y vulnerable, en donde flotan los alumnos que no saben responder a una mesa examinadora. El nombre de Eloy Matienzo era para él una novedad demasiado definida; indudablemente habría sido mencionado en alguna de las pocas clases que él no había podido oír. Contestó, sin mucha decisión, con otra pregunta:
—¿Eloy Matienzo?
El examen adoleció, en conjunto, de mucha distracción; los profesores trataron de ayudar al extático alumno, pero este no demostró interés en la conversación; evidentemente, porque esconocía el tema.
Pudo enterarse, por las mismas preguntas de los profesores, que Eloy Matienzo era argentino, y que había muerto muy joven; que solo había publicado un libro y que su fama era quizá debida a la casualidad de su muerte. No quisieron preguntarle sobre otros temas; mientras lo despedían de la mesa, reprobado, oyó que Ulises Acebal, el más joven de los tres examinadores, decía al presidente de la mesa, con alguna pedantería:
—Cuando veo que ya hay estudiantes que ni siquiera han ído nombrar al chico Matienzo, me doy cuenta de cómo pasan los años. Todo cambia demasiado rápido, y he cometido la torpeza de no acostumbrarme a estos cambios cuando todavía estaba en edad de hacerlo. Por ejemplo, ya que hablamos de Matienzo, recuerdo que antes se llamaba Astigueta la calle donde él vivía; ahora se llama Orán. Y hace unos días supe que han demolido el Tiro Federal de Palermo, adonde íbamos, cuando yo era condiscípulo de Matienzo, a llenar las condiciones. ¿Será posible que un día nada nos recuerde a aquel muchacho tan raro, que tanto nos llamaba la atención porque se interesaba por Cornelio Agrippa, y por los espejos que recogen el alma de las personas?
Toda la indiferencia que Cornet requirió para acostumbrarse a la idea de su aplazo, de la melancólica postergación de su carrera, le evitó, al mismo tiempo, el asombro. Al otro día volvió a la casa de la calle Orán.
Con la misma actividad, los albañiles repartían ladrillos y baldes de mezcla; un dibujo en zigzag sobre una pared, donde antes había habido una escalera, adornaba la amplitud del vestíbulo.
Sebastián Cornet recordó el brillo de las grampas de bronce, que veinte años antes sostuvieron la alfombra de felpa roja sobre la ausente escalera.
En el antecomedor vio el cajón con los libros, gastados, llenos de polvo de cemento.
Encontró en seguida, entre Madame Bovary y La Grenadière de Balzac, la primera edición de Los Álamos Dorados, el ignorado libro de Eloy Matienzo. En la página 32, la tercera línea decía: Alta la frente y desolado el pelo, que era la verdadera versión.
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