El escritor y periodista uruguayo, autor de Algunos de los otros y Nadie recuerda a Mlejnas, elige sus cinco citas favoritas de Yonqui.
Selección de Ramiro Sanchiz.
“La envoltura de su personalidad había desaparecido, disuelta por sus células hambrientas de droga. Vísceras y células, galvanizadas por una repugnante actividad, como la de una larva de insecto tratando de romper su capullo, parecían a punto de salir a la superficie. Su cara estaba borrosa. Era realmente irreconocible al mismo tiempo hundida y tumefacta” (p.96)
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“La muerte es la ausencia de vida. Allí donde la vida desaparece, se instalan la muerte y la descomposición. Sea lo que fuere –los orgones, la fuerza vital- lo que hace que seamos capaces de seguir adelante, poco de ello queda en el valle. La comida se pudre antes de que la lleves a casa. La leche se vuelve agria antes de que termines de comer. El valle es un lugar donde la nueva fuerza contraria a la vida progresa sin cesar.
La muerte flota sobre el valle como una niebla invisible. Ese lugar ejerce un curioso magnetismo sobre los moribundos. Las células que se mueren gravitan hacia el valle” (p.159)
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“El valle es como una mesa en la que se juega a los dados con honradez y en la que ninguno de los jugadores tiene la vitalidad suficiente para influir en el resultado de las tiradas, de modo que ganan o pierden por puro azar” (p.162)
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“Hay cierta clase de personas que se ven ocasionalmente por esos vecindarios, los cuales tienen conexión con la droga, aunque no son ni adictos ni vendedores. Pero cuando los ves, la aguja del indicador se mueve, la horquilla se dobla. La droga está cerca. El lugar de origen de esas personas es el Próximo Oriente, probablemente Egipto. Tienen la nariz recta y ancha. Los labios finos y amoratados, como los de un pene. La piel de la cara tirante y suave. Básicamente, son repugnantes, con independencia de la vileza, de los actos o prácticas que puedan realizar. Llevan la señal de un determinado comercio u ocupación que ya no existe. Si la droga desapareciese de la tierra, probablemente seguiría habiendo yonquis que vagaran por los barrios de la droga sintiendo el fantasma pálido, vago, persistente de la falta de droga, del síndrome de abstinencia. Esa clase de personas andan por los lugares en que en otro tiempo ejercieron su incalificable comercio, hoy caído en desuso. Inmutables. Sus ojos negros tienen la calma de un insecto ciego. Parece como si se alimentasen de la miel y los jarabes de Levante que fueran absorbiendo a través de su trompa. ¿Cuál es esa actividad perdida? Sin la menor duda, algún tipo de servidumbre que tuvo que ver con la muerte, aunque no la de un embalsamador. Quizá esas personas almacenen en su cuerpo algo -una sustancia para prolongar la vida- de la que son ordeñadas periódicamente por sus amos. Están especializadas en realizar, como un insecto, alguna función de increíble vileza» (pp.166-167)
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“Cuando cerré los ojos, vi una cara oriental, con los labios y la nariz comidos por alguna terrible enfermedad. La enfermedad se extendió, y convirtió aquella cara en una masa ameboide en la que flotaban unos estúpidos ojos de crustáceo. Poco a poco se fue formando una cara nueva alrededor de aquellos ojos. Una serie de caras, caras simbólicas, caras distorsionadas, que conducían al lugar final donde termina el curso de lo humano, donde la forma humana ya no puede seguir conteniendo el horroroso crustáceo que ha crecido dentro de ella” (p.193)
Todas las citas fueron tomadas de Yonqui (Yunky), de William Burroughs. Anagrama, Compactos, 1997.
Qué epifanía habrá sido para el tipo imaginar a un ser humano con ojos de crustáceo.