Sobre la muestra Animalia de Edgar Cano que devino en libro de Rafael Toriz.
Por Ezequiel Filgueira Risso.
Colección de mitos breves sobre animales híbridos
La iguana, litografía, 19×24 cm
Apelando a la fuerza vital de las bestias que no son monstruos sino figuras que, como mediums, se ofrecen entre lo existente y lo que no se deja ver de él; como haciendo libaciones que delimitan el tiempo y promueven la aparición de lo no entendido, se convoca a la muerte que no es la muerte desde el inicio. “Y siempre esperamos del hálito de los animales que se trastoque en nuevas palabras inauditas”, abre Rafael Toriz su texto Animalia (Editorial Vanilla Planifolia, 2015) citando a Elías Canetti para dar paso a la serie de litografías de Édgar Cano, que lo ilustran.
Los relatos de carácter mitológicos del escritor mexicano Rafael Toriz construyen un zodíaco de dudas y preguntas sobre dimensiones de la vida que las obras del joven y premiado artista plástico, también mexicano, Édgar Cano apacigua porque las vuelve verosímiles, al mismo tiempo que las estimula con nuevos significados. La imaginería del escritor –espejo mágico, entretenido y culto, que presenta sin solemnidad la solapada reciprocidad del hombre y su revés de carnaval– se vuelve creíble porque Cano le da forma como de piedra votiva al espacio donde echan –o lanzan– raíces sus plegarias, sus temores, sus pleitos, sus adoraciones. Cano interpreta a Toriz y viceversa, configurando ambos un políptico que debilita sus figuras y que “deja hablar a todos” (Elías Canetti); hibridación que, por otra parte, se trasluce en sus producciones particulares.
“Y si sufre tanto que no puede soportarlo de sus pulmones o de sus vísceras, no dudará en esculpir formas de estos órganos, mitad observadas, mitad imaginadas”, detalla George Didi-Húberman en Exvoto: imagen, órgano, tiempo (Sans Soleil Ediciones, 2013) para dar cuenta de los matices de una práctica artístico-heurística antiquísima, que podría remontarse hasta el paleolítico superior y en dirección al futuro porque se encuentra también entre nosotros, a pesar de que “no la distingamos muy bien” desde el inicio tras ser, prácticamente, ignorada por la historia del arte y la etnografía.
No es seguro, ni completamente válido, afirmar que escritor y artista plástico busquen ex profeso poblar su bestiario del trópico de figuras votivas –fácilmente identificables en pintura popular por la representación de los tres espacios: celestial, terrenal y el texto de gratitud– ni configurar una “sala de milagros” (Sergio Barbieri, Exvotos argentinos: un arte popular, Fondo Nacional de las Artes, 2007) pero sus intenciones parecen dirigirse, también, en el sentido de estas complejas prácticas devocionales.
Las ofrendas votivas entregadas por los promesantes con fines propiciatorios, “representaciones cosificadas, o más exactamente, objetos constituidos psíquicamente por un nexo votivo” (Didi-Húberman, 2013), además de un “documento histórico, etnográfico, artístico y artesanal” que se aparta de la estética del arte académico, tienen –según Barbieri– el valor de “comunicación y diálogo privado con los sobrenatural”; tono que resuena en los relatos de Toriz, se traten o no ya de conjuros como los de las donaciones y las máscaras o los de las evocaciones de los objetos usados en prácticas rituales.
Estas “apuestas simbólicas” que buscan recuperar el garbo perdido o se lanzan para ganarlo y que dan cuenta del bagaje cultural de un pueblo cobran la forma de toscas masas de material, por fragmentario e inacabado –juicio sujeto al lente que la ausculte–, o de representaciones fieles y precisas –en ambos casos identificadas con su referente–. Alcanzan también el valor de síntoma al modelar el que sufre aquello que desea que se transfigure o se alivie. “…muletas, bastones para paralíticos, cadenas de prisioneros, esposas, utensilios para torturar… flechas recibidas, espinas ingeridas” son concebidos como espectros de letanías que franquean el tiempo y conversan con lo posible y con aquello que no lo es.
Ahuizotl, litografía, 19×24 cm
Ahuizotl, El Pinocóptero, Xoloescuintle, Mariposa de obsidiana, Tlaconete, Cacomixtle; como anotaciones de un cuaderno de trabajo sobre aquello por realizar o bocetos de impresiones sobre lo que pertenece al reino de lo acontecido e imaginado –sin distinción, y por lo tanto inescrutable–, los relatos de Toriz y Cano situados en un tiempo paradigmático, cultivando la polifonía, alimentan la resistencia a la tesis de lo animal como totalidad esencialmente opuesta a la humanidad –extensamente abordada, con sus matices y derivas, por Deleuze, Derrida, Agamben, entre otros– promoviendo una necesaria –y operativa, cuanto menos, por ofrecerse como una forma de mayéutica– desconfianza de la aversión a lo extranjero.
Concierne incluir entre las piezas de esa sala de milagros que configura Animalia, que se presenta como un antecedente del museo y que resulta –en buena medida– del sincretismo entre el pensamiento europeo y el mesoamericano, además de a los exvotos, una lectura de esas piezas a partir de la referencia a las siguientes consideraciones de Agamben.
Deleuze sostiene que la operación del poder consiste en separar a los hombres de su potencia, es decir, de lo que pueden hacer. Mientras que Agamben, adhiriendo, agrega que además de separarlo de sus “fuerzas activas” lo hace también de su impotencia, es decir, lo vuelve ciego respecto de lo que puede no hacer. Privado de esta experiencia, e incluso perdiendo el control, señala, el hombre flexible de los mercados se cree capaz de todo. Así, ante el “extrañamiento de la impotencia”, es decir, alejado de la conciencia de lo que puede no hacer, el hombre se vuelve pobre y poco libre al perder la capacidad de resistir, lo que le otorgaría consistencia a su actuar (G. Agamben, Desnudez, Adriana Hidalgo Editora, 2011).
La danza de “Los viejos” practicada para representar la muerte en el municipio de Tempoal –Veracruz, México– nos ofrece, si no un contraejemplo, una estrategia para afrontar el diagnóstico de Agamben, para conversar con lo posible y con aquello que no lo es. Los danzantes que bailan tres veces, tres fechas enmascarados durante la celebración del Xantolo (Xanto, “santo”, y olo, “abundancia”) lanzan sus pasos durante el último ciclo –“el destape”– para despojarse de sus máscaras antropomórficas y zoomórficas que llevan como la piel del difunto que quisieron presentificar y convocaron para hablarle mirándolo a los ojos. Ese proceso necesario para evitar en la vida el andar rondando como un espectro –promovido por la danza que exige ocultarse pero también descubrirse– le otorga a todos en Tempoal recursos para afrontar la vida y la muerte representándola.
Desconfiar de esa máquina del hombre, ese “artificio para producir el reconocimiento de lo humano” (G. Agamben, Lo abierto, Adriana Hidalgo Editora, 2006), eso que es humano y que celebra a los circuitos de la buena salud y de la norma, al sujeto que brilla por sobre el que dista sin ninguna razón que no valga la pena mirar con escrúpulo. ¿Por qué insistir? ¿Por qué huir? Resuena en la voz de Toriz y Cano como en los ritmos de la danza que asalta las calles de Tempoal: “Veo que la naturaleza es sólo un espectáculo de bondad. Adiós quimeras, ideales, errores” (A. Rimbaud, Una temporada en el infierno, Argonauta, 2013); hay otras vidas.
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La exposición, promovida por la embajada de México y realizada en el Centro Cultural Borges de Buenos Aires, exhibió durante el mes de abril de 2015 –además de una pieza de gran formato realizada in-situ– la serie de litografías producida por el artista plástico Édgar Cano para el libro de Rafael Toriz, Animalia (Editorial Vanilla Planifolia, 2015), presentado durante la inauguración de la muestra por el escritor Edgardo Cozarinsky y el director del Fondo de Cultura Económica en Argentina Alejandro Archain.
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