La flamante editorial ClubCinco estrena catálogo con la reedición de Rojo amor, la primera novela de Aníbal Jarkowski, publicada originalmente en 1993. ClubCinco va a reeditar literatura argentina contemporánea: en octubre sale El amparo, de Gustavo Ferreyra, y más adelante Martín Kohan, Eduardo Muslip, Edgardo Cozarinsky. Esta edición de Rojo amor incluye un posfacio del autor, que aquí presentamos.
Por Aníbal Jarkowski.
Entiendo que la inocultable y completa homonimia convenció a los editores para que me confiaran la redacción de estas líneas. Necesito advertir, sin embargo, que es poco lo que puedo informar sobre la escritura de Rojo amor y menos todavía acerca de su autor, de quien apenas guardo recuerdos borrosos y tan improbables que es lo mejor no exponerlos aquí.
En razón de una mínima honestidad hacia quienes confiaron en mí, me limitaré, entonces, a servirme de una gran cantidad de hojas sueltas y tres cuadernos que Jarkowski llevó al mismo tiempo que se ocupaba de la novela, hasta ahora conservados en una caja de cartón que obra en mi poder.
Junto a esos materiales hay, además, varios discos flexibles de 5¼” –numerados de I a V- que, es de imaginar, contienen el texto completo de la novela en soporte digital. Un disco semejante, con la leyenda Galaxy en una etiqueta escolar, debe contener un procesador de textos -hay alguna información al respecto en el Computer History Museum– que permitió digitalizar el manuscrito. Su obsolescencia, de todos modos, vuelve imposible la consulta actual de esos discos.
Guardé esa caja en un armario durante ya muchos años. Ocurriendo que Jarkowski no dejó escrita ninguna instrucción respecto del destino que deseaba para esos diversos materiales, terminadas estas notas irán a dar al fuego en la vieja estufa de hierro de una casa de campo en la provincia de Buenos Aires. No tendrán mejor utilidad que calentar la casa en las horas del invierno y, por lo demás, esa ceremonia doméstica será un remedo, no del todo alejado de las circunstancias en las que el autor escribió Rojo amor, de la escena en que Rodolfo, durante el primer acto de La Bohème, para aliviar el frío de la buhardilla donde malvive, decide quemar sus escritos de suerte que el papel se disuelva en cenizas y la inspiración vuele otra vez y regrese al cielo.
A pesar de que son tres los cuadernos y bastante numerosos los papeles sueltos que su dueño guardó en la caja, no son muchas, en verdad, las anotaciones que excedan lo confesional y puedan resultar de algún interés para terceros.
Desde que advertí que las notas eran erráticas y no guardaban relación entre sí –más allá de algunas pocas ideas insistentes–; que unas veces eran desanimadas y otras, tal vez por compensación, entusiastas y afirmativas; que con frecuencia eran nada más que presuntuosas y autocompasivas, me pareció que no era necesario leerlas en su totalidad. Con todo, según ellas puede establecerse que Jarkowski escribió su novela a lo largo de cuatro años aproximadamente, entre 1988 y 1991, luego de haber intentado una novela de la que no hay mayores noticias en los cuadernos, a excepción de que su ejecución fue francamente torpe, tal como, para fortuna del autor, durante un encuentro personal se lo hizo saber Beatriz Sarlo, crítica e investigadora en temas literarios y, por entonces, también docente de la cátedra de Literatura Argentina, con quien Jarkowski había comenzado a trabajar desde algún tiempo atrás en la Universidad de Buenos Aires.
En palabras del autor –que no es necesario transcribir aunque sí me permito exponer en términos generales– aquel fracaso inicial resultó, al cabo, de lo más benéfico para la escritura de Rojo amor; en el tercero de los cuadernos, con letra clara, como convencida de sus dichos, anotó su convicción de que la finalidad de escribir una primera novela era, solamente, aproximarse al ejercicio de una práctica desconocida; satisfacer la vanidad personal, de tal suerte que contrarreste el continuo sentimiento de desdicha y dé, en ocasiones, tema de conversación con amigos escritores; desecharla luego en lo más profundo de un cajón, quitándola de la vista; y, primordialmente, encontrarse en una mejor situación para iniciar una nueva novela que, ya precavido de las torpezas cometidas en la novela anterior, pueda dar a conocer como si fuese, en verdad, la primera que escribió.
Más allá de que se trate de una mera creencia personal, caprichosa, consolatoria y sin validez general –e incluso resulte irritante si la considera, por ejemplo, alguien que se encuentra escribiendo su primera novela–, Jarkowski, al menos por lo que escribe en el cuaderno, la tuvo por cierta durante la escritura de Rojo amor.
En cuanto a la historia narrada en la novela, una nota que abre el primero de los cuadernos atribuye su origen a un sueño ocurrido hacia comienzos de 1988. Según la transposición a palabras de las imágenes de ese sueño, Jarkowski se encontraba en una cama y desde ahí veía que, por debajo de la puerta de la habitación, alguien deslizaba sobres de papel de color madera. Se levantaba entonces, los recogía con inquietud y en el anverso de cada uno reconocía, junto a varias estampillas con la imagen de Lenin, diferentes transliteraciones al alfabeto latino del nombre y el apellido de su abuelo paterno, un trabajador ruso emigrado a la Argentina hacia 1929, donde formó familia. Luego rasgaba uno por uno los sobres y dentro encontraba cartas o pequeños libros en caracteres cirílicos, lo que volvía imposible leer una sola de todas las palabras. El sueño se interrumpía cuando recordaba que su abuelo había muerto más de veinte años atrás y comprendía que, aun así, familiares, amigos o camaradas le seguían enviando cartas desde Moscú. El lector habrá reconocido la conversión de este sueño en un episodio de la historia en la segunda parte de la novela.
Los papeles contenidos en la caja indican que no hubo sino una versión final de la novela, aunque fueron varios –de cinco a diez– los borradores de cada una de las páginas en particular, todos manuscritos con tinta negra de una lapicera estilográfica y la microscópica grafía de un miope.
El cotejo de varios de los sucesivos borradores no permite reconocer otro patrón de corrección que la aspiración a un vago y anacrónico ideal de belleza según el cual pareciera que la abundancia lexical, simbólica, se esfuerza en evanescer efectivas carencias materiales. Se trataría, de ser así, de un procedimiento más o menos frecuente entre escritores y escritoras de origen humilde, recién llegados a la práctica de la cultura literaria, tal como, según diferentes críticos lo han señalado, ocurrió con la escritura de comienzos de Roberto Arlt.
Los pormenores de la historia propiamente dicha y las tres partes en que se divide la novela, en cambio, casi no muestran cambios a lo largo de los papeles, como si el autor –para ponerlo en términos simples– hubiese tenido completo en su cabeza el argumento que pretendía desarrollar, pero fuera a tientas en cuanto a la forma más adecuada de ponerlo en palabras.
Terminada la novela, se interrumpen las notas en los cuadernos, de manera que no puede saberse el camino que Jarkowski intentó para conseguir que se editara. Lo más probable, por común, es que probara llevarla a distintas editoriales y en todas, con uno u otro motivo, la rechazaran.
Esto explicaría que la novela recién se publicara en 1993 y gracias, sobre todas las cosas, a su entrañable amistad con Miguel Vitagliano y Rubén Mira, con quienes emprendió un proyecto autogestionado para la edición de sus respectivas primeras novelas. Hoy puede inferirse que ese emprendimiento no podía, de ningún modo, perseguir afanes de lucro, por lo que parece haber primado un impulso de reacción, en parte emotiva y en parte ideológica, frente a una realidad adversa.
La lectura de El niño perro de Vitagliano, Guerrilleros (una salida al mar para Bolivia), La pérdida de Laura de Martín Kohan –quien se sumaría al proyecto original- y, en alguna medida, también de Rojo amor, lleva a considerar que esas cuatro novelas, de poéticas y estéticas disímiles, coincidieron, sin embargo, en responder de manera crítica, al menos tanto como a cada uno de los cuatro autores le fue posible, al clima hostil de aquellos tiempos que no se pueden tener, por cierto, sino por aciagos para todos aquellos que, más tarde o más temprano, resultaron sus víctimas.
Por lo demás, teniendo a la vista ejemplares de las cuatro novelas, parece evidente que también sus distintos diseños de tapas –todos obra de Andrea Chaskielberg-, desentendidos de un criterio serial, fueron en la misma dirección de ese espíritu que, a falta de una palabra más precisa al alcance de la mano, podría caracterizarse como contestatario, y cuya cifra más pretenciosa aparecía, desde el origen mismo, en el nombre de Treinta monedas para la colección de novelas.
Cualquier reedición no inmediata de un libro compromete a un autor que ya no existe, lo que no deja de ser particularmente penoso en el caso de esta novela, cuya mayor fortuna fue la de haber recibido la aprobación, en todo o en parte, de críticos y escritores como Adriana Mancini, Soledad Quereilhac, Beatriz Sarlo, Álvaro Abós, Gustavo Ferreyra, Christian Kupchnik, Alberto Laiseca, Marcos Mayer, Guillermo Saavedra o Jorge Warley, a quienes Jarkowski ya no podrá agradecer la atención que prodigaron a su trabajo.
Por la misma razón, tampoco corresponde señalar correcciones a la edición original de la novela. Sugerí, sin embargo, a los editores, y nada más, añadir a la dedicatoria tres nombres que el autor, es claro, no podía ni siquiera imaginar. Entiendo que, de haber conocido la novedad de esta reedición, habría apreciado de inmediato la extensión de la dedicatoria y –es de las poquísimas cosas de las que estoy convencido– la habría recibido como una inesperada felicidad.
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