El unicornio, de Iris Murdoch, no tiene tanto una raíz cristiana como platónica. Ignacio Echevarría presenta El unicornio (Impedimenta) a la vez que presenta a su autora.
Por Ignacio Echevarría.
De todas las novelas de Iris Murdoch, quizá sea El unicornio la más singular, la menos representativa de su conducta como novelista. Esta relativa anomalía explica que, entre los adictos a la autora, haya quienes apenas se acuerden de esta obra, en tanto que otros la consideran muy especialmente. Me brindo yo mismo como ejemplo de las dos actitudes, dado que la novela me pareció, en una primera y tal vez impaciente lectura, excesivamente rocambolesca; pero al releerla tiempo después para escribir este prólogo la he disfrutado muchísimo, y me he sentido poderosamente atraído por todo cuanto justifica esa singularidad.
Publicada en 1963, El unicornio es la séptima novela de Iris Murdoch, quien tenía algo más de cuarenta años cuando la escribió. Profesora de filosofía en Oxford, Murdoch había debutado como novelista apenas siete años atrás, a los treinta y cinco años de edad, emprendiendo bastante tardíamente, con Bajo la red (1954), una fértil y exitosa carrera de narradora, que arrojaría un saldo de veintiséis novelas publicadas en poco más de tres décadas. El unicornio pertenece todavía a una primera etapa tentativa de la que iba a ser la fórmula definitiva del maravilloso arte novelístico de Murdoch: una irresistible combinación de vodevil filosófico, alta comedia y fábula moral, todo ello pasado por el tamiz de Shakespeare, siempre Shakespeare.
En el primero y más emocionante de los libros que dedicó a la evocación de su vida junto a Iris Murdoch (Elegía a Iris, publicado en 2000), el profesor y crítico John Bayley, su compañero durante cerca de medio siglo, cuenta que la idea de escribir El unicornio la concibió su autora durante una excursión en furgoneta por el oeste de Irlanda, adonde el matrimonio había viajado para conocer los famosos acantilados de Moher. «La costa rocosa del condado de Clare y la extraña extensión pedregosa de The Burren» sugirieron a Murdoch el paisaje ideal para el desarrollo de la novela. «Con su fantasía de una mujer inmersa en una especie de claustro sexual cerca de la costa salvaje, El unicornio siempre ha sido para mí la más irlandesa de todas sus novelas», escribe Bayley. Una observación que, aparte de recordar el origen irlandés de Murdoch, cabe relacionar no solo con los paisajes sino también con el ambiente feérico que impregna el libro, y con la intensa espiritualidad que destila.
El unicornio se sirve muy eficazmente de las plantillas tradicionales tanto de la novela gótica como de los cuentos de hadas (muy en particular, de La bella durmiente) para generar con muy escasos elementos un intenso espacio dramático capaz de dotar de verosimilitud a una compleja alegoría en torno a la dificultad que todos tenemos de ver realmente a los demás y quererlos por lo que son.
El comienzo de la novela no puede ser más convencionalmente incitante: una joven desciende del tren en una pequeña estación casi desértica, enclavada en un paisaje turbador que a ella se le antoja «atroz». Marian Taylor —así se llama la joven— viene de la ciudad para trabajar como institutriz en el «castillo de Gaze», del que solo sabe que se halla situado en un remoto paraje costero, famoso por su belleza. Cuando finalmente llega al castillo, se trata de «una gran
e imponente casa gris», que emerge solitaria al borde de un espectacular acantilado. Su visión es precedida por toda suerte de oscuros presentimientos, que cristalizan en el comentario burlón que le hace a Marian uno de los dos hombres que ha venido a buscarla: «Me temo que ha venido usted a caer en un agujero espantoso, señorita Taylor».
El castillo de Gaze será el escenario en el que tienen lugar unos sucesos marcados por el encantamiento al que parecen estar sujetos sus pobladores y visitantes. Se trata de un escenario intemporal, en cuyo marco cobran una súbita extrañeza los objetos que recuerdan que la acción transcurre en pleno siglo xx. Así, por ejemplo, la relativa cercanía de un aeropuerto actúa como una especie de contrapunto desmitificador de todo el relato; en tanto que a uno de sus protagonistas, Effingham Cooper, le parece que en aquel lugar los automóviles parecen «toscamente vulgares, vívidamente modernos».
El centro del castillo de Gaze, a cuyo alrededor orbitan todos los demás personajes, es Hannah, la mujer a la que Marian deberá prestar sus servicios como lectora y acompañante. Ella viene a ser el unicornio metafóricamente aludido en el título de la novela: animal mítico, símbolo de la virginidad y de la pureza, al que la tradición ha identificado algunas veces con la imagen de Cristo, es decir, de quien tuvo por misión cargar sobre sí los pecados de la humanidad.
Hannah, encerrada en el castillo de Gaze a consecuencia de unos acontecimientos terribles que tuvieron lugar años atrás, cumple el papel de «chivo expiatorio». La manera que tiene de aceptar su cautiverio es vista por cuantos la rodean como una especie de sacrificio. Tal y como se dice en un diálogo decisivo, muy revelador de las intenciones de la novela: «Ella es nuestra representación de la importancia del sufrimiento».
Por peregrinas que se le antojen, importa que el lector tenga presente estas asociaciones si quiere apreciar el rico y evidente trasfondo filosófico de esta novela, cuya inspiración, por otro lado, no es tanto de raíz cristiana como platónica. Platón fue una referencia constante para Iris Murdoch, filósofa de formación, que le dedicó un hermoso y apasionado ensayo: El fuego y el sol (Por qué Platón desterró a los artistas), publicado en 1977. En este ensayo, Murdoch explora, a la luz de los diálogos platónicos, una cuestión que será central en toda su narrativa: la conexión entre lo bueno y lo real. En esta conexión reconoce «una de las más fructíferas ideas de la filosofía». Conforme a ella, la percepción de lo real pasa por la superación de ese estado de ilusión cuyo nombre más general es egoísmo.
«Somos atraídos a lo real bajo el aspecto de lo bello», se lee en El fuego y el sol. «Vencer el egoísmo en sus formas cambiantes de fantasía e ilusión es automáticamente tornarse más moral; ver lo real es ver su independencia y por tanto sus exigencias.»
Conviene recordar estas palabras cuando, muy al comienzo de El unicornio, Marian se dice a sí misma que acaso comienza para ella «la era del realismo». La frase anticipa discretamente el rumbo entero de la novela, que admite ser leída como un relato de iniciación en el que se cumplen, uno tras otro (como en tantos cuentos de hadas), determinados ritos de paso.
La importancia de saber ver, de mirar, y de hacerlo más allá de las proyecciones de la fantasía y del deseo, suspendiendo la propia conciencia de uno mismo hasta dejarse penetrar por la realidad de lo contemplado: tal es la idea crucial sobre la que se edifica el artificio de El unicornio. La idea asaltará a Effingham como una suerte de epifanía, en un dramático momento en el que se siente en peligro de morir: «Eso, entonces, era el amor, mirar y mirar hasta que uno dejaba de existir. Eso era el amor…». Él mismo tratará de hacérselo entender a Hannah, interpelándola con vehemencia: «¿Sabes? ¿Sabes? ¿Sabes? […] El amor mantiene unido el mundo, y si nos olvidamos de nosotros mismos, todo lo que habita en el mundo volará en perfecta armonía».
Al magisterio flagrante de Platón se superpone, en este y otros pasajes, el menos explícito pero igualmente patente de Simone Weil, con sus ideas sobre el «despojamiento del yo» y sobre la «atención» como una forma de oración. El intenso cristianismo de Simone Weil es, en el plano filosófico, otra de las influencias cardinales de Iris Murdoch, a quien Harold Bloom describe como «una fabulista religiosa muy original y poco ortodoxa». Y así es, en efecto, como demuestra, antes que El unicornio, una novela como La campana (1958), y muy en particular, perteneciente ya a su etapa de esplendor como novelista, Henry y Cato (1976), una de las obras maestras de Murdoch, publicada en esta misma colección.
Por grandes que sean las aprensiones que al lector puedan suscitarle algunos de los términos empleados hasta aquí, será difícil que, una vez emprendida la lectura de El unicornio, desista del placer de continuarla hasta el final. El arte narrativo de Iris Murdoch acierta a plantear los más profundos dilemas morales y filosóficos en tramas argumentales siempre imprevisibles y abigarradas, que se desenvuelven a un ritmo trepidante, con gran profusión de actores, de diálogos memorables, de insólitas observaciones y de asombrosos quiebros de las expectativas.
He dicho al comienzo que El unicornio no me parece un libro muy representativo de la conducta de Iris Murdoch como novelista; pero conviene matizar esta afirmación, que cuestionan muchos elementos recurrentes en toda su narrativa (como la prestigiosa figura de Max, el viejo maestro platónico; o como la mecánica milagrosa del enamoramiento). La justifica más que nada el hecho ya señalado de que Murdoch, excepcionalmente, se sirva aquí de los códigos de la novela gótica y el cuento de hadas, tan poco acordes, se habría dicho, con su temperamento. Dentro de la misma novela parece darse un conflicto entre estos códigos, de manera que lo que por momentos semeja «una comedia de Shakespeare», de esas en las que todos los cabos tienen un final feliz, se decanta de pronto hacia lo trágico, si bien de un modo extraño, cabría decir exagerado, casi al modo de Rey Lear. Quizá porque, por decirlo con palabras de Effingham, la novela parece sumergirse en «una fantasía de la vida espiritual, un relato, una tragedia», cuando «el mundo espiritual no alberga ningún relato y no es trágico».
La teatralidad característica del arte novelístico de Murdoch adquiere en El unicornio una peculiar y fascinante artificiosidad, derivada del hecho de que el castillo de Gaze, en su aislamiento, constituya un escenario cuyas normas propias tienen para quienes lo habitan «una autoridad absoluta». Tanto Marian como Effingham, los visitantes de Gaze, experimentan, llegado el momento, la sensación de haber asistido como espectadores al desarrollo de un drama, a tal punto que alejarse del castillo se les antoja algo parecido a salir «al gran auditorio iluminado».
Algo parecido se experimenta al concluir la lectura de esta novela, con el ánimo preso aún de la agitación que produce el sobrecogedor crescendo de los acontecimientos y la inteligencia perturbada por las profundos vislumbres morales que se abren a través de ellos.
Deja una respuesta