Valeria Meiller continúa su diario de viajes con el recuerdo de cuando subió al auto de un desconocido en Nueva York.
Por Valeria Meiller.
New York, 1 de Mayo de 2015
De mi vida en Brooklyn guardo una escena aislada, como un fragmento de una película vista, que es propia pero recapitulo con la distancia con que uno mira la vida de los otros. Una mañana, regresando de la oficina de correo en el frío de diciembre, me subí al auto de un completo desconocido que se ofreció a llevarme porque me vio cargando una caja pesada.
Fue en el cruce de avenidas, a algunas cuadras de mi departamento y yo tenía puesto un vestido muy largo, el pelo escondido completamente debajo de un gorro y no llevaba guantes. Aquí tal vez es bueno que recapitule: las dos avenidas entre las que se encuentra nuestro piso, son el límite más o menos implícito entre la población jamaiquina y la población ortodoxa de Crown Heights. Si caminamos por Utica: se parece bastante al Once, ruidosa, llena de negocios de cosas por un dólar y puestos de comida barata, con el plus de las peluquerías afros y los salones de manicura, donde las chicas negras se esculpen unas uñas larguísimas, con los dibujos y los colores más alucinantes. Si caminamos por Schenectady: casi no hay comercios, sino edificios residenciales –brownstones y multifamily buildings en cuyos frentes siempre hay mujeres en pollera con carritos de bebé, o señores de traje oscuro. El hombre que detuvo su auto era un judío ortodoxo. Un hombre viejo con una barba blanca y un sombrero negro en un auto también negro –ahora a la distancia, pienso que algo en la mezcla del aura religiosa y de su edad, hizo que me sintiera confiada. Abrí una de las puertas de atrás y deposite mi caja sobre el asiento. Después, me senté en el lugar del acompañante y recién entonces tuve la sensación de estar haciendo algo no del todo seguro. Ajusté el cinturón, como si eso pudiera proveer algún tipo de garantía, y en ese momento el hombre se dirigió a mí en Idish. Un poco preocupada por lo que mis palabras pudieran provocar, le dije que no era judía –entonces él me contó, ahora ya en inglés, que era rabino y que lo había conmovido verme en el frío, cargando una caja a todas vistas demasiado pesada para mí y con las manos desnudas. “Nadie debería dejar a una mujer con las manos descubiertas en el frío” –me dijo. Dimos muchas vueltas para llegar a mi casa, porque a pesar de que quedaba sólo a unas pocas cuadras, la dirección de las calles desde dónde él me había encontrado estaban todas en nuestra contra. En el camino me contó la historia de su vida, de su fe, las cosas que hacía cada uno de sus hijos.
Cuando me bajé, me regaló una revista religiosa, y me dijo que si la leía iba a entender mejor el barrio. Con la revista y mi paquete, ya adentro del departamento, pensé: “Estoy loca”. Ese instante ciego, en el que sin pensar mucho me había entregué a la buena voluntad de un extraño, me pareció por un instante una locura, como mínimo una especie de lapsus. Pero después deun rato empecé a preguntarme si no habría en ese gesto un resto de los viajes en auto de mi primera vida rural, donde la distancia del campo a la ciudad, recorrida cada día por los caminos vecinales, nos encontraba con otros y sus historias: una mujer al costado de la ruta haciendo dedo con sus hijos para llegar al pueblo, otra familia cuyo automóvil se había averiado. Mientras abría mi paquete –el primer regalo de navidad que recibí ese año-, me alegré pensando que en Azul nadie jamás hubiera dudado en detenerse al ver a alguien al costado de un camino cargando un paquete pesado o para recoger a un animal herido. Algunos reflejos persisten, me convencí, solo es necesario que las circunstancias se alinean.
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Hermoso, vale.