Tercera entrega de la serie que está curando el autor de Los surfistas: hoy nos trae poemas de J.P. Rodríguez.
Por Víctor López Zumelzu.
¿Fue Olson el que escribió que un «viento oscuro» siempre sopla hacia nosotros desde fuera, desde el futuro? Yo creo que sí. Estos poemas de Juan Pablo Rodríguez tienen ese tono atemporal que nos recuerda a cada instante la relación nunca correspondida del todo entre lenguaje y discurso. Esta dualidad presente en cada texto nos hace pensar un afuera extraliterario, un lugar externo donde reina un viento oscuro y en el cual el pensamiento escritural no es un mero formulador de anécdotas o temas, sino una instancia soberana del saber y no-saber, un espacio donde el poema se desarrolla como un territorio neutro, sin fronteras, pero ampliamente político en el límite que significa toda representación. El poema, de esta forma, cumple un mandato ajeno a la idea superficial de contenido. Algo que es irreductible a las formas clásicas de transmisión.
En la poesía de Juan Pablo Rodriguez hay un relato o cada poema porta una linealidad que desea desarrollarse como relato, pero esto al mismo tiempo es difícil de definir. Existe algo roto en este discurso, un disenso que deja por toda la lectura esquirlas ajenas a la idea pasiva de unidad. Aquí en este espacio donde él ha desarrollado su potente pensamiento escritural siempre el poema será como una cuerda en la tormenta. El poema como un mantra continuo de nuestra propia salud mental. El poema como un taller de larga duración donde lo más importante del mundo es saber mirar. El poema como una conversación a través del tiempo. El poema como el ácido matorral de los clichés. El poema como un detector de mentiras. El poema como una forma de pensar sin perder la sensación. El poema como otra ampliación de la lengua. El poema como una forma de sentir sin ser abrumado por el sentimiento de pensar con claridad, eso y más nos propone Juan Pablo Rodríguez:
a
De Shanghai (dos largos)
Las estatuas existen
Hacerles el amor no les devolverá la vida
a
Los automóviles son satélites
monitoreados por la tristeza.
Máquinas con desgaste moral
que a falta de órganos
para el ejercicio de la razón
poseen una lengua que frotan
contra el asfalto una y otra vez.
Y esa rutina les permite describir órbitas.
a
Durante muchos años han girado
en torno a la estatua ciega de un caballo
que monta ufano un prócer de la patria.
a
Ambos tienen los ojos rayados
con viejas consignas y chistes
escritos a mano por jóvenes
que no sueñan caballos ni próceres.
a
A veces dan ganas de tenderse allí
a descansar de las lágrimas o del trabajo.
Como la princesa de los Tatuajes,
quien espera que el sol oxide
las rejas del cementerio
a medio abrir en su antebrazo
para borrar las iniciales de un nombre.
Un trasplante de olvido natural
–el sol, ese viejo cirujano–.
a
Los automóviles describen entonces
fuera de toda tentación metafísica
eso que ven:
Una mujer responde con desgano
una encuesta sobre la felicidad.
a
(El encuestador piensa que nunca
ha visto un semblante tan duro y se enamora
de ese rostro apenas iluminado
por la indiferencia).
a
Un sujeto encorvado espera de pie
que los minutos se transformen
en una droga gratuita y escucha
música con los ojos clavados en la gravilla.
a
En su mirada no hay ni complicidad ni misterio,
simplemente una actitud de total abandono.
a
Pero basta mirar las marcas repasadas
una y otra vez en las rutas circulares
para comprender que eso que permite
la descripción es un automatismo
–velocidad, pulso por el que se repite
la historia– descontrolado
a pesar del orden,
a pesar de la monotonía
y la velocidad de los recorridos.
Sin líquido anticoagulante es difícil soñar.
a
Los automóviles son máquinas de colores
piloteadas por siluetas
o satélites
monitoreados por la histeria.
El caballo: la torre de control averiada
en el centro del poema.
a
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Se hacen las muertas para que les tiren flores
a
I
En el cementerio de Villa Alegre
las palabras son obreros
que duermen la siesta al interior de una carretilla
en una construcción o restos de tiza
que resisten adheridas al cal y al canto
el paso de los años
para que Rudencio, Aleocina,
Digna, Adán, Fulgorcio tengan
si no un cuerpo
al menos un nombre,
un lema que subraye
el arreglo de flores
(rosas y azaleas de plástico)
que algún nieto de vecino deja
para evitar la admonición del padre
en el sueño.
a
II
En estos habitáculos de 1×1,
ladrillo tipo princesa
se puede echar una mirada
sin dificultad a la muerte:
montículos irregulares de tierra,
moscas, envoltorios de dulces,
alitas de pollo a medio terminar,
pero si uno barriera
incluso se podría dormir allí
una buena siesta.
a
III
Los aromos caen sobre el musgo
y aterrizan a veces en el agua estancada de la noria.
Si se descubriera un planeta llamado Invierno
la nieve tendría este aspecto de brasa amarilla.
Aunque acá sea todo desierto
y el sol mutile sin piedad
los brazos de las cruces
borrachas en el suelo.
a
IV
Dos lagartijas se mueven
bajo la luz
estroboscópica
del sol.
Sus sombras
se proyectan
en el tambor de la flores
secas.
Y aunque se podría conversar
sobre cualquier cosa
o invocar algún chiste
que rompa esta atmósfera de luto
finitud y silencio
las palabras acá también son eso
sombras proyectadas en el tambor
de las flores secas.
a
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De Shanghai (dos cortos y una prosa)
a
El bandejón es una isla
Dos náufragas, escolares
hacen un picnic en el bandejón
entre bocinazos, comerciantes callejeros
y perros raza café-con-negro
–que caminan con diligencia
como si fueran empleados de alguna empresa–.
Abren con prolijidad dos hallullas
con la punta de los dedos.
Una de ellas saca una lámina de mortadela
de una bolsa plástica sin logo;
la apoya sobre su muslo y con un lápiz grafito
le realiza un corte quirúrgico,
completamente simétrico.
Hacen calzar sus respectivas mitades.
Sienten por primera vez el viento,
un viento que les desarma la melena
mientras se besan
y piensan con los ojos cerrados
en el calor del beso, en lo útil
que hubiera sido pelarse una mantequilla.
Se limpian los labios con la lengua,
mascullan frases de un plan
para acabar con el invierno.
Sacan de sus mochilas piedras
de diversos tamaños,
las pesan con las manos;
de espaldas en el pasto de la isla
simulan apedrear las nubes
enviadas a cercar el perímetro
del cielo.
a
Composición del hueso
Una cosa lleva a la otra,
la elaboración del duelo
a la composición del hueso,
leda al cisne, cristo a la cruz, etc.
a
Anticiparse a todo en el testamento
menos a la muerte,
porque hacer de la propia vida algo sustancial
es algo muy parecido a tener un perro
aunque sin la parte divertida.
a
Independiente de la estación
en la tierra crecen boca abajo los poemas,
y sería hermoso pensar que estas páginas inconclusas
son huesos que esperan ser desterrados,
que la articulación
–el motor del movimiento de las partes–
nace siempre en el ojo de alguien
que recoge y devuelve nuestras cuestas
(las del ego mal parido, las del lente roto)
convertidas en mesetas inofensivas;
humanidad a escala humana.
a
Un hueso enterrado que se mueva
sin hacer ruido,
como esa brisa que pasa desapercibida
cuando no hay viento
y que precisamente
por eso pasa.
a
Experimentos de sobrevivencia y ruptura
Un jardín de gestos en los dormitorios de la Calle Marina. A la hora de los interruptores, a la hora en que la costumbre ordena encender la luz para evitar pérdidas y caídas. Nosotros, en cambio, optamos por el espectáculo de las sombras ebrias: “Estamos aquí para escuchar en silencio las últimas palabras del discurso solar. Seguimos en todo al viejo Changara, al viejo Garfinkel”.
Y aunque acceder a la otra noche nos fue negado –pues sucumbimos rapidito al poder somnífero de la oscuridad y la borrachera– con los ojos entreabiertos del sueño atisbamos buganvilias, aros de fantasía, historias de abuelas enceguecidas por el brillo de la silla de ruedas.
Los fantasmas que enumeraron estas casas crearon una serie paralela. Una provocación a los fiscalizadores de empalmes. Entretanto, vamos al restaurant de comida china. Allí todavía se pueden conseguir ciertas cosas gratis. El chino me obsequia un calendario sin quitar la vista de su video juego. “Me queda solo una vida”, dice con los ojos. Y regresamos en silencio a las casas que algún día se convertirán en bodegas o en retenes.
No pudimos acceder a la «otra noche». Lo que un día nos pareció excitante, ahora nos parece imposible o una pendejería. Pasa así con el eros.
Voy a hurgar más por este blog…