«Leer un texto, leerlo de verdad, implica descomponerlo, desgajarlo como a una naranja: despojarlo de su cáscara, desnudarlo, romperlo, exprimirlo, sacarle el jugo».
Por Virginia Cosin

© Kyle Thompson
Lo que leo nunca está completo sino que, por el contrario, está lleno de grietas, de fisuras por donde se filtra el sentido, de agujeros que invitan a ser penetrados, explorados. De ahí –diría Roland Barthes– la relación erótica que se establece entre lector y texto. Leer un texto, leerlo de verdad, implica descomponerlo, desgajarlo como a una naranja: despojarlo de su cáscara, desnudarlo, romperlo, exprimirlo, sacarle el jugo. Es un juego de amantes: el texto está abierto y entregado. El que lee desea que el texto sea para él solo, que le hable, porque sólo él es capaz de comprender su singularidad. Pero algo siempre se sustrae. La red que intenta recoger los engranajes de una máquina que se ha desarmado está tejida a partir de saberes múltiples, pero igualmente incompletos. No se trata de una malla cerrada, sino de otra superficie agujereada. De ahí la necesidad del otro que, como uno, lee, pero de forma diferente. Otro que aporta hilos con los que nuestra red no cuenta y con el que entablamos un diálogo donde el valor añadido no es el de la concordancia, sino el de la diferencia. Leer en comunidad (en un grupo de lectura, junto a un grupo de críticos) es una tarea grata que, también, puede desatar inconvenientes, desavenencias y hasta rupturas aunque, en el mejor de los casos, es un terreno fértil para que germinen vínculos nuevos –entre distintos tipos de lectores, entre textos y lectores y, también, entre textos diferentes.
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