La ciudad, asfixiante y violenta.
Por Valeria Meiller
New York, 4 de Mayo de 2015
Durante mi adolescencia, en la que religiosamente y en contra de la prohibición de la familia, fumé un cigarrillo diario sentada en el marco de la ventana de mi habitación antes de acostarme, asistí a la misma visión: un par de casas, unidas por caminos de laja y protegidas, cada una de ellas, por las bondades de un jardín en el que los arbustos y las flores tomaban turnos para florecer durante el año. Más allá, estaba el taller de los varones –donde se daba reunión la misteriosa ortopedia de las herramientas y las caparazones metálicas de las máquinas, signos inexpugnables de un poderío raro y varonil. En una época, llegó a haber ahí un avión en el que mi abuelo volaba hasta Córdoba y hubo también varios acoplados que, como marcas del derrumbe de ciertas transiciones, mi padre iba abandonando por temporadas. A un costado del taller, se levantaba el tanque de agua y la primera manga, donde de día la faena congregaba indistintamente al ganado y a la población civil -el personal y los veterinarios, los conductores de camiones jaula y mis parientes. Después, empezaban los caminos de tierra, ágiles al principio y cada vez menos demarcados a medida que se alejaban campo adentro, donde separados por tranqueras casi siempre cerradas, se organizaban los potreros y sus funciones: pasturas, sembrados o bajos muertos que no servían de mucho. Los árboles del monte, en su mayoría eucaliptus o álamos sembrados, se hamacaban circulándonos y creaban un vaivén suave que tapaba y destapaba diferentes partes del cielo. Dependiendo de las estaciones y regidos por los partes del clima –cuya nubosidad, siempre variable, determinaba la visibilidad de las constelaciones-, en la pampa la noche se hacía presente casi siempre igual, mínima en sus alteraciones.
Con algunas intermitencias que me relocalizaron en el pueblo, hasta los diecisiete años viví casi siempre ahí: de frente a la vista interminable de una llanura sobre la que, a medida que crecía, empecé a ir sabiendo que se trataba de un espacio donde se superponían muchas miradas y muchas lecturas económicas, estéticas y políticas de la historia argentina. Cuáles serían las incidencias de esa experiencia, y cuáles las consecuencias del paisaje, estaba todavía por verse –o simplemente, aún no existían. Me mudé definitivamente del campo a la ciudad en el 2003, a Buenos Aires. Había visitado, desde más o menos siempre, la ciudad regularmente y sin embargo: instalarme en ella no dejó de tener sus aristas filosas. Tengo una o dos impresiones vívidas, que llegan como las ráfagas inminentes de una tormenta cuando pienso en ese momento. La primera tiene que ver con la sensación, asfixiante, de no ver el cielo –o mejor: de verlo de una forma tan parcial que sugiriera, de mi parte, una forma momentánea de la ceguera. ¿Podía, realmente, a solo 300 kilómetros de ese campo donde el cielo de esa misma latitud se abría espléndido, encapotarse hasta casi desaparecer del todo detrás de los edificios? En los primeros meses en la ciudad, subí muchas veces a la terraza del departamento donde viviría durante casi diez años, a buscar, sin éxito, una perspectiva más alentadora del cielo. La segunda percepción está relacionada a la densidad humana del espacio: el roce de los desconocidos, al caminar por las avenidas o viajar en el transporte público, no dejaba de parecerme una forma de la violencia. Más de una vez, me bajé del subte llorando y llamé por teléfono a alguien en la familia para decir que me ahogaba. Como siempre sucede, el tiempo en la ciudad fue removiendo esa patina de inquietud, y me acostumbré al candor urbano de los trenes atestados, a las aulas donde los estudiantes tomaban clases de los pasillos, y aprendí a empujar mi camino para salir de la fila de un cine en festival o de una noche de inauguración en un museo.
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Precioso.