Un adelanto de Los padres de Sherezade de Daniel Guebel.
Un sueño de amor (fragmento)
Esta es la historia de una crisis espiritual y sus consecuencias.
El episodio ocurrió hace décadas, centurias, en la lejana Rusia de los Zares.
No importan las señales previas. En algún momento de su vida, el joven Nikita Volkoff, que había dedicado algunos años a convertirse en compositor de música culta, comprendió que no tenía talento para tal actividad. Arrasado por ese descubrimiento, vivió unos meses frenéticos, buscando consuelo en los amigos, las mujeres y el alcohol. Luego, harto de pretender lo que no hallaba, se dejó estar. Pasaba las horas contemplando con mirada ausente los túmulos de ceniza fría en la chimenea, los progresos de la humedad en las paredes de su cuarto. En ocasiones un comentario o un gesto cualquiera le arrancaban el llanto y terminaba abrazado a la cocinera. Parecía sufrir accesos de misticismo, aunque no dejaba ver cuál era su objeto de devoción; se entregaba a un confuso panteísmo que tornaba divino un jarrón, un vaso de agua, la rama rota de un alerce, un par de medias sucias, un fuego encendido, una Biblia, una pinza de depilar.
De aquel período son las anotaciones más emotivas de su Diario, aquellas donde, perdida ya toda cautela, dejaba traslucir su perturbación. Escribía: “No se me escapan las miradas de mi prójimo, que por reflejo vuelven aterradora la idea acerca de mi propio estado mental. Soy un genio que da lástima. Por las mañanas despierto y escucho ‘ti-tú, ti-tú’ (agudo, grave, agudo, grave), el canto irreal de un pájaro imaginario”.
Frívolo, serio, frívolo, serio, Nikita especuló durante un tiempo con poner fin a su vida. Estaba convencido de la necesidad de hacerlo, pero lo demoraba el horror a la mutilación. Para disimular esa muestra de íntima cobardía de rango estético, y sin nada en particular que hacer, abrazó la causa del despojamiento. Subsistía penosamente; dormía abrazado a un perro sarnoso, repartía su comida entre los pobres, se volvió un San Francisco obsesional. Sin embargo, había en su actitud un resto de soberbia esperanza, la lujuria de la contrición. Se decía: “Quiero que me olviden”, como si hubiera hecho algo que lo volvía digno de ser recordado. Por fin, debió reconocer que su aparatosa tournée por los territorios de la humildad de espíritu no lo había protegido del resentimiento y el fracaso.
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