Daniel Guebel habla de su nuevo libro, Las mujeres que amé (Penguin) y de la obra Pobre Cristo, que se presenta todos los sábados a las 23 en el teatro El extranjero (Valentín Gómez 3378, Abasto). “El teatro es más sagrado y más salvaje que la novela”, dice.
Por Patricio Zunini.
Cristo es mujer.
La sala del teatro El extranjero está a oscuras, la luz difusa sobre las butacas apenas permite reconocer parte de la escenografía: una escalera que termina en una suerte de tarima alta. Hay unas sábanas descuidadas en la escalera y en el piso. De a poco el escenario se ilumina y las formas ganan definición. La tarima es una columna jónica; las sábanas se mueven: en la escalera estaba Cristo envuelto en un sudario. Lo primero que llama la atención de Cristo es que sea una mujer. La actriz se llama Ariadna Sturzzi y antes de protagonizar Pobre Cristo —la nueva obra escrita y dirigida por Daniel Guebel— actuó en La cantante calva, Ricardo III y Antonio y Cleopatra, entre otras.
En La última tentación de Cristo, Nikos Kazantzakis acompaña a Jesús durante los 40 días en el desierto, cuando es tentado por tres figuras: una serpiente, un león y una lengua de fuego. En Pobre Cristo hay una nueva figura: una rata, interpretada por Gabriela Pastor. Es un cruce entre la ambigüedad de lo puro y lo aborrecible. El ser humano que es a la vez dios y la el animal más repugnante de la creación se encuentran tras la crucifixión, cuando Jesús aún no ha accedido al Reino de los Cielos. Cristo duda y la rata lo acompaña. El contrapunto entre ambos aborda la salvación, la condena, la vida, la muerte, la incertidumbre, lo definitivo, ante la presencia o la ausencia de Dios.
«Si la obra de Dios», dice el texto de presentación, «fuera racional e inteligible, tarde o temprano terminaríamos por entenderla, lo que nos volvería iguales a Dios, en inteligencia al menos. Pero como el universo es caótico e incomprensible, Dios es menos inteligente que nosotros o Dios no existe.»
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—¿Por qué Cristo y la Rata son mujeres?
—Hay una zona de cierta ambigüedad respecto del sexo (no de la sexualidad, que no me importa) de Cristo. En una epístola, no puedo citarla con precisión, Pablo de Tarso (o San Pablo) dice algo así como que Cristo no es hombre ni mujer sino dos o Dios en Uno. Y las primeras representaciones cristianas lo hacían bastante andrógino. De todos modos, la historia del teatro está llena de papeles de mujeres hechos por hombres y de hombres hechos por mujeres. Quizá, parafraseando al propio Cristo, dejé que las mujeres vinieran a mí… Dicho de otra forma, tengo una vida bastante solitaria, y como el teatro está del lado del fuego, pero también del amor, me resulta más fácil trabajar amorosamente en compañía de mujeres, verlas, y amarlas, ahí sí, a la distancia y dentro del mismo proyecto. Sobre todo si se trata de bellas personas y talentosísimas actrices como Gabriela Pastor y Ariadna Asturzzi.
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Son las nueve de la noche del sábado 6 de junio. En dos horas habrá una nueva función de Pobre Cristo. Daniel Guebel está sentado en el bar del teatro. Está de buen ánimo, saluda con afecto a cada una de las personas que trabajan en la obra. Tiene algo más de una hora antes de empezar con los preparativos.
El perfil de dramaturgo de Guebel es menos conocido que el novelista, pero no menos significativo. Y, si bien acaba de salir Las mujeres que amé (Penguin), la primera parte de 2015 tuvo una intensa producción teatral: además de la puesta de Pobre Cristo, publicó cinco obras reunidas en Pornografía sentimental (Interzona) y Padre (La bola editora), que incluye el guion de la obra que da título al libro junto a dos obras inconclusas más dos charlas que dio en una universidad brasileña sobre “el secreto del teatro” y Hamlet.
—Siempre tengo deseos de escribir teatro —dice.— La escritura de teatro me permite satisfacer en mayor medida que la novela el anhelo de que el comienzo y el fin estén cerca, la ilusión de que un texto se puede escribir sin detenerse. Nunca escribí una obra de teatro de un tirón, pero sale rápido y, felizmente, en toda su conformación defectuosa. A diferencia del arte de la novela, donde el narrador despliega un repertorio estilístico que puede ir modificándose en el curso de la escritura porque la escritura supone el paso de tiempo y por lo tanto la modificación del narrador y del autor, el teatro es completamente aleatorio. Me siento a escribir sin tener la menor idea de a dónde voy —apenas puedo ver algunas cositas—. Y por otro lado, la desaparición del narrador me permite una escritura más rápida, más veloz y más salvaje. Empezar a escribir y terminar de escribir están cercanos en el tiempo. En el teatro me permito ser más salvaje, más desaforado, más grosero y más bestial. Y más lírico, si se quiere. El teatro es para mí más sagrado y más salvaje que la novela.
Los ensayos de Pobre Cristo duraron alrededor de un año:
—En el transcurso de esos ensayos aprendí a ver cómo las actrices se dirigían y crecían, y cada tanto yo hacía algún aporte, más bien modesto, en relación al sentido. ¡Desde luego, no iba a suponer que mi experiencia de director se bastaba a sí misma! Aprender es reconocer, o más bien recordar, platónicamente hablando, así que volví a ver cosas que ya sabía, zonas deliberadamente poco teatrales y muy literarias en el texto, que fueron oportunamente cercenadas y con justicia por ellas. La obra quedó en la mitad de la extensión de la versión original, manteniendo los rasgos principales de los personajes, y el final cambió. En el texto original había una especie de cierre por agotamiento, acá lo hay por transformación de los personajes.
—¿El aporte de un actor puede hacer que cambies la forma de escribir narrativa?
—Bueno, aprendí algo más sobre lo que necesita un actor (o una actriz) pero no sé si mi escritura está dispuesta a aceptar ese requerimiento. Uno escribe lo que puede, salvo que quiera convertirse en un escritor profesional, y no es mi caso. Si lo que aprendí modifica mi forma de escribir narrativa, no lo sé. Hasta el momento, creo que no. Lo último que escribí, un texto más o menos breve que cuenta la primera noche de Las mil y una noches, más bien versa sobre la contemplación de las estrellas…
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Dice Guebel en el prólogo de Pornografía sentimental:
Si Dios existiera, para separarse absoluta y perfectamente de nosotros también debería estar más allá del lenguaje, ya que su condición es efecto de su prescindencia eterna, de su abandono y su estricta soledad, y no de una demora en la comunicación con nuestra especie. En ese sentido, el teatro es una práctica más profana que la novela y el cuento, porque suprime uno de los atributos del dios oculto: elimina al narrador. (…) El teatro es entonces el sueño de una creación perpetua que prescinde de la hipótesis de un dios creador.
—¿Creés en Dios? No en el problema formal de Dios, sino en Dios.
—En mi novela El cuerpo cristiano hay un enano ateo y tuerto al que llaman Polifemo, que desafía a Dios a probar su existencia aun a costa de su propia aniquilación. Creo que esa escena es el origen de Pobre Cristo. Cuando yo era chico hacía eso: me paraba en el medio de la calle en el verano y pensaba: “Si Dios existe debería resumir todo mi sufrimiento en un instante tremendo, limpiarme de mi dolor y dejarme que el resto de mi vida sea feliz”. Le reclamaba eso y que me diera una prueba de su existencia aunque fuera aniquilándome con un rayo que me atravesara el pecho. El momento de la evidencia teológica se fundía con mi propio fin. Y como ese rayo no cesaba de no venir, luego Dios no existía.
Las cinco piezas de Pornografía sentimental se llaman “Matrimonio”, “Divorcio”, “Interludio romántico”, “Reconciliación”, “Despedida”. En el cierre del prólogo dice: «Unidas por los personajes y la cronología, configuran una pentalogía que puede leerse en sucesión—cada una de ellas un acto—o bien como obras independientes. Sin embargo, al agruparlas y revisarlas, entendí que, sin haberme dado cuenta, también había escrito una novela. Luego, Dios existe.»
—Hay una figura que reaparece en tus novelas: la teatralización del impostor o el sustituto. Pienso en, por ejemplo, La vida por Perón. ¿Qué te convoca de la figura del impostor?
—En La vida por Perón no se trata de un impostor sino de una sustitución y una representación. Desde que leí Hamlet por primera vez, me impresionó mucho la escena donde contrata a unos cómicos para montar una representación teatral para obtener la evidencia de un hecho —que su tío Claudio ha cometido el asesinato de su padre.
El teatro aparece siempre, de una u otra manera en mis textos. En El cuerpo cristiano, la novela de la que recién hablaba —salió en México, formó parte de una colección con destino a la celebración o recordación del quinto centenario del descubrimiento o recubrimiento de América latina—, me propusieron trabajar con las Misiones jesuíticas. Leí un par de ensayos y me di cuenta de que había existido una imposibilidad de traslación. La lengua española carecía de equivalentes para dar cuenta de elementos de la naturaleza local (donde ellos veían una flor, por ejemplo, los indios veían cuarenta tipos de flores distintas) y las lenguas indígenas (u originarias), ya fuese el guaraní u otras, carecían de equivalentes para expresiones como Iglesia, Cristo, rezar. Por lo tanto, técnicamente, la evangelización cristiana resultaba imposible. Allí, para resolver el problema, los jesuitas contratan en España a una familia de actores que son también pequeños delincuentes —por lo tanto actores/impostores— para representar un misterio católico con el doble propósito de la evangelización propiamente dicha saltando el impedimento lingüístico por la vía de la imagen, y fundar así una prohibición que impida que los indios se insurreccionen y destruyan la misión. Ahí aparece por primera vez dentro de mis textos la cuestión del teatro dentro de la novela. Aunque también podría mencionar como precedente Matilde, donde la muerte real o imaginaria de una mujer es el pretexto para construir un monumento funerario que en el fondo es una gran escenografía.
La cuestión de lo teatral de alguna manera se desplaza a La vida por Perón. Si recuerdo bien, Alfredo Álvarez es un pinche que asiste al ensayo de Juan Moreira y los montoneros le vienen a decir que esa obra sobre el asesinato de un gaucho irredento reivindica la posición del ejército opresor, mientras que ellos, que han asesinado al padre de Álvarez, pretenden disfrazarlo y maquillarlo como si fuera el propio Perón para realizar una política de sustitución de cadáveres, es decir, a la vez que “actúan” frente a Álvarez están montando una pieza teatral destinada a obrar una transformación política. Por supuesto, se pueden establecer las perfusiones que quieras entre teatro y política. Entre peronismo y actuación hay un vínculo insoslayable. Alguna vez alguien debería escribir un libro que analice los modos de actuación peronista, desde Perón y Evita a Cristina.
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Las mujeres que amé (Penguin Random House) reúne dos nouvelles: “Una herida que no para de sangrar” y “Las mujeres que amé”. Si bien son textos independientes —Guebel contó que los unió para que el libro no quedara tan corto—, pueden leerse con cierto efecto de continuidad.
“Una herida que no para de sangrar” tiene claros vínculos con Derrumbe (Mondadori, 2009). Aquí, un escritor cuenta que, tras años de pasar inadvertido o ser menospreciado, consigue, con la publicación de Demolición —novela falsamente autobiográfica en la que habla de su separación—«lo que el lugar común define como un notable suceso de crítica y de público». El procedimiento de Demolición es, por supuesto, el mismo que Derrumbe. Pero en una sofisticada vuelta de tuerca, el personaje de “Una herida que no para de sangrar” se entera de que alguien está escribiendo la segunda parte de su novela y planea impedirlo. Lo que no puede saber es que justamente “Una herida que no para de sangrar” es esa falsa segunda parte de Derrumbe. En la derrota del narrador está el triunfo de la literatura.
—El primero que leyó Derrumbe era un amigo que me dijo que era un libro cómico, que lo había escrito para levantar mujeres. (No ocurre: cuando una mujer lee Derrumbe prefiere alejarse de mí). Pero la figura del narrador-perdedor, sea equiparable o no a la del autor, es interesante para mí porque detesto una zona de la literatura argentina donde los escritores construyen visibles alter egos para mostrar cuántas minas se cogen, lo bien que la pasan, lo inteligentes que son. Traficar en la literatura una imagen idealizada del propio yo es como ser el niño divino de una madre que no está. Habría que ver qué figura hace la del infeliz que yo construyo.
—Es que parece un contrapeso demasiado fuerte: ¿el autor tiene que perder para que gane la literatura? ¿Qué significa, en todo caso, que la literatura gane?
—Su triunfo es su realización, la posibilidad de ser escrita. El lugar de enunciación a partir del cual se parte… Para mí ese punto es indistinto, si pudiera comenzar un libro contando el recorrido de un ciempiés borracho, empezaría así. Pero eso no es lo dado. Hay una frase muy buena de Henry James —la cuenta Graham Greene en Diario de sueños— donde dice que la literatura es un castillo de cien ventanas con el puente bajo, pero al que sólo se puede acceder por la ventanita más difícil. Esa frase, que me parece magnífica y definitoria de la posibilidad del escritor, es completamente antagónica de mi deseo de escribirlo todo. Deseo que ya debería resignar; deseo que mi literatura resigna, de hecho. Hay una aspiración de totalidad de experiencia del lenguaje post-post-joyceana que palpita en mí y que no es satisfecha de ninguna manera. ¡Ni siquiera soy un devoto de Joyce!
—Si hay que hablar de devoción, no sos devoto de Joyce pero sí de Borges.
—Sin la menor duda. Mi santo patrono.
—¿Cómo hacés para no imitarlo?
—Creo que porque hago lo mismo que Borges: meto en la multiprocesadora a un montón de otros escritores, los voy licuando y cuando queda una masa espesa los paso en mi propia pastalinda.
— “Una herida que no para de sangrar” comienza con el comentario de un segundo escritor que le cuenta al protagonista que alguien va a escribir la segunda parte de la novela. Curiosamente él no necesita confirmación para empezar a tramar su plan. Recuerdo un cuento de El ser querido donde un hombre lleva a cabo una venganza por afirmaciones que nunca pudo comprobar acerca de su mujer. En ambos casos está la conspiración o la paranoia como motor.
—La paranoia es la más inteligente de las enfermedades psicopatológicas. El acceso paranoico produce un efecto de verdad sobre la base de elementos inconexos que de golpe cobran sentido y se iluminan como la pista de un aeropuerto en la noche, cuando encienden los focos desde la torre de control. La paranoia es extraordinaria. Yo sólo he tenido breves y módicos accesos cuando escribo o cuando, entre comillas, he sido traicionado sentimentalmente —y bien merecido que me lo tenía.
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“Las mujeres que amé” también está relacionado con Derrumbe (y para el caso con Nina y con Ella y con ese conjunto de obras en las que Guebel se dedica al amor y el desamor).
—“Las mujeres que amé” comienza como una especie de diario y luego se desgrana en una serie de procedimientos asociativos que se desplazan como una práctica analítica. Del mismo modo que en Derrumbe, intenta dar cuenta fiel y fidedigna de un acontecimiento de lo real que después deriva asociativamente en otros planos, siempre en una especie de indagación respecto de la lógica amorosa y las asociaciones psicológicas. Digo psicológicas y no psicoanalíticas porque el narrador está buscando el punto de falla de origen en su universo sentimental, con la creencia ingenua de que encontrarlo es el inicio de una especie de cura. En realidad, lo único que encuentra son motivos que se van desplazando de su padecimiento y, eventualmente, motivos para la transfiguración de la experiencia. “Las mujeres que amé” sería distinto si no existiera la nota al pie que analiza las relaciones entre judaísmo y cristianismo y la práctica sacrificial. Me parece que se trata de eso: cómo sacrificar en términos de una retórica, cómo sacrificar en términos de una lógica amorosa.
—En tus novelas hay un desarrollo que tiene que ver con un devenir lógico: la lógica amorosa, la lógica erótica, la lógica religiosa, la lógica política. Muchas veces parece que se diera del modo causa-efecto.
—Pero como se trata de literatura, el encadenamiento lógico es aleatorio. En realidad, brinda la apariencia de una ley de hierro lógica para ser simplemente un mecanismo —delirante o no— pertinente para el que escribe. En el fondo, todo ese sistema está organizado sólo a efectos de, en principio, permitirme escribir, y en segundo lugar… permitirme escribir. Si me permite escribir me permite cualquier otra cosa.
—Es un instrumento pero no el fin.
—Las mujeres que amé, donde hay una especie de indagación lógico-psicológica de los motivos de la conducta del narrador, termina en un asesinato imaginario, en un acceso de demencia religiosa y en una iluminación mística. La lógica sólo me lleva, agustinianamente, a decir que escribo porque es absurdo.
—¿Por qué no escribiste ningún ensayo? En Las mujeres que amé hay pasajes que tienen ideas muy profundas acerca de Dios, del amor, de la literatura, de la identidad.
—Avanzo muy lentamente hacia el ensayo. ¡Probablemente pueda escribir alguno a los 120 o 130 años! No es un mecanismo del que pueda disponer a voluntad. No puedo escribir de todos los libros, no todos los libros me convocan. Si no hay impulso no hay escritura.
—No te voy a preguntar si creés en el amor porque me parece evidente que sí, pero me gustaría que dijeras cuál es tu idea sobre el amor.
—Me parece que abundar respecto de eso… Pasemos a la siguiente pregunta.
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El último capítulo de “Las mujeres que amé” tiene un acápite de Kierkegaard: «No puedo hacer el movimiento de la fe, no puedo cerrar los ojos y arrojarme de cabeza, lleno de confianza en el absurdo: el acto me es imposible, pero no me vanaglorio por eso».
—Kierkegaard —dice Guebel— hace un análisis extraordinario del modo de negociación que establece un buen judío con Dios. De ahí derivo el modo hiperbólico en que el cristianismo aniquila toda posibilidad de vínculo con Dios. En el Antiguo Testamento, Dios tiene presencia, charlotea con su pueblo, pelea al frente de su ejército, tiene ataques de malhumor. En cambio, en el Nuevo, Dios se sume en el silencio y, paradójicamente, lo único que hace con ese silencio divino es restituir nuestra desesperación por hablar y darle explicación. El cristianismo no es más que una especie de continuación extravagante de la tendencia dominante a la demencia judía: sacrifica a su propio hijo, restituye el politeísmo, promete la salvación ultraterrena… El otro día vino a ver Pobre Cristo un actor y me dijo: “Yo no creo en nada. Pero esta obra restituye a Dios y eso no me gusta.” Yo creo que esta obra en realidad restituye la sospecha, completamente estética, de la presencia del mal en los ámbitos celestiales.
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Después de la función, se arman algunos grupos de gente que sale a fumar a la calle. Dos amigas están más alejadas, una saca el encendedor de la cartera.
—¿Cómo estás? —le pregunta.
—Bien, bien. Estoy fortalecida en mi fe.
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Bien por Guebel. Todo lo contrario de una charla patética en no sé qué lugar de España entre Fresán y Pauls, los dos haciéndose los consagrados en público, dos grasas cincuentones sin nada que decir. ¡Y Caparrós entre el público retorciéndose los bigotes! Es para morirse de la risa, búsquenla, la recomiendo. Es una suerte que Guebel marque una diferencia.