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Archive for the ‘Hypomnémata.’ Category

«Se puede enseñar a leer. Se puede, incluso, y con horrendos resultados, obligar a leer. Pero el placer de leer se adquiere solo. Se ama o no se ama leer.»

Por Virginia Cosin.

No sé cuándo compré ese librito. Sé que fue hace mucho, yo tendría unos veinte años. En ese momento y a pesar de que es verdaderamente breve, solo leí las primeras páginas. Después fue a parar a la biblioteca conyugal de donde lo rescaté y, esta vez sí, leí completo. Como muchos de los libros que luego formaron parte del desembalaje post separación éste ostenta distintos tipos de subrayados. Unos están hechos con lápiz y el trazo es leve, como si quien presionó la mina contra el papel hubiera sobrevolado el texto mientras subrayaba. Otros –los míos, claro- están hechos con fibra o lapicera, mucho más irregulares y desprolijos.

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La crónica de Styron tiene un tono medido, reposado, como el de alguien que quedó atrapado en el fondo del mar.

Por Virginia Cosin.

Algunos llegan sólo hasta la orilla, observan el vaivén de las olas y se dejan mojar los empeines. El horizonte es una obra de arte que sugiere lo inalcanzable. Lo observan y se van, siguen con sus vidas en tierra firme. Usan lentes para ver de lejos y de cerca. Otros dan algunos pasos, entran un poco más, el frío asciende por los muslos, el abdomen –la misma temperatura se percibe de formas distintas en distintos lugares del cuerpo- y el agua les llega hasta el cuello. Otros sumergen la cabeza, abren los ojos, observan el mundo submarino, la vida de los peces y de las algas, salen y respiran. Otros no consiguen salir. Cuerpo y cabeza quedan atrapados, son atrapados por algún tipo de red, o de gancho, algo hecho de hilos invisibles pero fuertes como el demonio. Cuando el aire empieza a faltar y los corales desaparecen, todo se pone negro y la desesperación muestra sus dientes.

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De la obra al nexo

¿Es obligatorio leer? ¿Para qué leemos? ¿Para saber? ¿Por placer? ¿Para no quedar afuera de conversaciones interesantes? ¿Por qué seguimos repitiendo, sin pensar, que la lectura es buena?

Por Virgina Cosin.

Ansiedad de tenerte entre mis brazos. Eso es lo que le canto, con voz de bolero, al libro que tengo frente a mí, recostado al lado de otros libros, exhibiendo en su portada un título jugoso, una contratapa que –cuando lo levanto y lo doy vuelta- promete más o menos la felicidad. Soy hija de Eva. Sé de tentaciones, de querer saber, de desoír prohibiciones. Los libros están caros. Si, muy caros. Y además quiero ese otro. Y ese otro y el de más allá. Los quiero. Pero ¿Para qué? ¿Para leerlos? Sí, claro. Para leerlos. Eso me digo y justifico el despilfarro porque, bueno, trabajo de esto, es una inversión, es a futuro, no puedo no leer esos libros, no puedo no tenerlos. Pero lo cierto es que aunque el deseo de poseer el libro se inflama cuando leo un comentario, una contratapa o el nombre del autor –del que quizá leí, quizá no, otros libros-, disponer del tiempo que requiere su lectura –del modo que tradicionalmente entendemos que se debe leer un libro: de principio a fin- me cuesta cada vez más. ¿Es la edad? ¿Es la época? ¿Es la proliferación monstruosa de textos que ahoga el deseo, como una planta a la que se le echa demasiada agua?

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Intervalo

La duda hamletiana del escritor o cuándo pasar del teatro a la acción.

Por Virginia Cosin.

Cuando las expectativas son demasiado altas me paralizo.

Estoy en la punta de un trampolín, cerca del cielo. No llego a distinguir si debajo hay o no agua. No debería importarme. Hay que arrojarse al vacío.

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Reflexiones sobre la identidad del artista a partir de la obra “Cuando vuelva a casa voy a ser otro”, de Mariano Pensotti.

Por Virginia Cosin.

1.

Cuando lo expulsan del colegio, la Pencey Prep, en Pensilvania, Holden (sí, ese Holden, el de El cazador oculto), viaja en tren a Nueva York pero, en lugar de dirigirse a la coqueta casa de sus padres en el Upper West, comienza su deriva por Manhattan. Está creciendo. Cambiando. En un determinado momento siente ganas de ir al museo que visitaba con el colegio cuando iba a la primaria. El museo de ciencias naturales.

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Lo que sé

“Lo que sé” es una sección de la revista Esquire que, a veces, se reproduce en el suplemento Radar de Página 12. Allí artistas de distintas disciplinas escriben sobre sí mismos. En los talleres de escritura, Cosin suele proponerle al recién llegado que escriba su propio «Lo que sé». Este es el de ella.

Por Virginia Cosin.

virginia cosin

No tengo un método de escritura. No sé cómo se escribe. No sé cómo hice para escribir un libro. Mejor dicho: si escribí un libro creo que fue porque no sabía que lo estaba escribiendo. Ahora trato de olvidarme, de no pensar qué es lo que estoy haciendo. Incluso todavía no se si eso que estoy escribiendo es una novela, o muchas, o un libro de cuentos. De verdad: no lo sé.

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La lengua partida

«Todo lo que tiene que hacer un órgano para enunciar una sola palabra, para convocar la sensualidad.»

Por Virginia Cosin.

a¿Cómo es posible que sepa cosas que no sé decir?

Si estiro la lengua hacia afuera, para que salga de la boca, hasta sentir que se desgarra, y no alcanzo a tocar la idea, o me quedo pegada, como si intentara lamer un bloque de hielo seco, de la idea solo queda la llaga. Una lastimadura con forma de no sé decir lo que quiero decir, de lo que quiero decir no existe porque de otro modo lo diría. Lo que quiero (decir) se me escapa, se pierde en los intersticios que abren las palabras entre sí, dentro de sí. La palabra es una forma agujereada. Se la puede atravesar, pasar un pie o una mano, cualquier parte del cuerpo, sin llegar nunca a pasar del otro lado. La palabra encarna, encaja, es la piel de lo que se dice, de lo que, desde que se dice, acontece. A la palabra se la puede doblar, atar, retorcer, partir, picar, pulverizar. Es algo y a la vez, nada. Tajada y filo que rebana.

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«¿Qué buscaba yo, fisgoneando detrás del objetivo, disparando sobre esos cuerpos?»

Por Virginia Cosin.

Durante el verano del 2000, dos años antes de que naciera mi hija que hoy tiene 12, aburrida de ir a la playa sola —mi novio de entonces, luego el padre de la niña, trabajaba durante todo el día en el negocio familiar, en un balneario de la costa atlántica— decidí salir a caminar por la orilla en las mañanas y fotografiar, con mi flamante Nikon, a nenas de entre nueve y doce años.

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«La autoría está determinada por la firma pero no por una relación de autoridad. Ser un autor no implica ser autoritario, tener el control».

Por Virginia Cosin.

Hay, en ese mar revoltoso y plagado de monstruos y monumentos que es Youtube,  un documental de la escritora, poeta y cineasta egipcia Safaa Fathy sobre la relación entre el pensamiento y la biografía de Jacques Derrida: D’ailleurs Derrida (Por otra parte,  Derrida). Allí el filósofo, que murió en 2004, se mueve por distintos escenarios y países;  la cámara lo sigue por la playa, dando clases en la universidad, por la calle, en su casa mientras trabaja, subiendo al altillo donde tiene su biblioteca –el lugar de lo sublime, dice él, porque es el más alto de la casa, pero también porque es el de la sublimación. Se lo ve encantado de que lo filmen. Mueve las manos como si buscara las palabras con los dedos. Su pelo blanco y esponjoso es como el penacho de un pájaro engreído. (más…)

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«Hasta hace poco creía que hablar del tiempo era una banalidad. Después asistí a un curso que Marcelo Cohen tituló: El tiempo que hace. El clima es una retórica de la individualidad.»

Por Virginia Cosin.


Paisaje de invierno. Kandinsky

Cuando llegamos a ese punto de la estación en que la temperatura se extrema, las conversaciones son capturadas por el clima.

El clima, dice Lisa Robertson en un poema, es una retórica. Una retórica de la sinceridad.

Mi amiga Clara, poeta y fotógrafa, libra una batalla cuerpo a cuerpo con el invierno cada año. En uno de sus autorretratos se la ve pertrechada de pullover, bufanda, sobretodo y gorro de lana. Sobre la imagen, escribe a mano: juicio al frío por daño moral.

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La autora de la columna propone un experimento literario como apoyo a Pablo Katchadjian, y por una revisión y actualización de la Ley 11.723 que contemple las prácticas y las teorías de la cultura y el arte contemporáneos.

Por Virginia Cosin.

Quemar libros históricamente, no hay misterio en las dos medidas. Y erigir fortificaciones en que obró es tarea común de los magos; lo único singular en Shih Huang Ti fue la escala. Cercar esta nota es común; no, cercar un huerto o un jardín imperio. Indagar las razones de esa emoción es el fin de esta.

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De paseo con la lengua

«Nunca se da por cumplida la tarea del que escribe. Quedan siempre cabos sueltos, problemas irresueltos. Nunca se da en el clavo, en la tecla, no hay diapasón de la palabra que permita, como en la música, afinar, dar con la nota justa.»

Por Virginia Cosin.

Recuerdo sus cuadernos cuadriculados, sus negras tachaduras, sus peculiares símbolos tipográficos y su letra de insecto. En los atardeceres le gustaba salir a caminar por los arrabales de Nîmes; solía llevar consigo un cuaderno y hacer una alegre fogata. JLB

Como a un soldado al que las balas del enemigo alcanzaron, arrastro lo que me queda de vida a este bar de grandes ventanas por donde entra el sol del mediodía. Antes googlié: gripe, fatiga crónica y hasta fibromialgia. No encontré muchas diferencias entre los síntomas de una y otra dolencia y concluí que en realidad estoy aquejada por un mal abisal: pereza, melancolía, what ever.

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Descartes

Qué se esconde en los cuadernos del escritor.

Por Virginia Cosin.

Encuentro al fondo de un cajón un viejo block, de cincuenta páginas, anilladas entre dos tapas de cartón rústico. En la portada hay una ilustración de Kovensky. El block es uno de esos que vendía la Papelera Palermo cuando todavía estaba en la calle Honduras, antes de que cerrara. Ahora recuerdo: me lo regaló el padre de mi hija para un cumpleaños, o un día de la madre. La ilustración es una cara medio deforme dibujada en tinta negra, no se distingue bien si se trata de una mujer o de un hombre. La persona sostiene (o se agarra) la cabeza con las dos manos. En la parte superior hay una leyenda, entre signos de exclamación: “¡No te angusties!”

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Del arte de robar libros y otras cuestiones literarias.

Por Virginia Cosin.

cosinLa primera vez que robé un libro tenía seis años. Estaba de vacaciones en la costa. En la librería habían plantado uno de esos juegos mecánicos –un helicóptero- en el que se insertaba una ficha y accionando una palanca se activaba una especie de grúa gracias a la que el niño se elevaba unos metros y después bajaba a bordo de la nave en cuestión. Yo quería dos libros. Pero mamá solo accedería a comprarme uno. De modo que llevé a la caja el que había decidido comprar y al otro me lo guardé debajo del buzo, enganchado al pantalón. Después subí al helicóptero, hice de cuenta que era una niña normal que se contenta con el simulacro aéreo y cuando llegamos al departamento que alquilábamos actué frente a mis padres lo mejor que pude mi azoramiento: de alguna manera fortuita e inexplicable, de mi abdomen había salido un libro. Juré que no tenía la menor idea de cómo había ido a parar hasta allí sin que yo pudiera darme cuenta. Al día siguiente, tuve que devolver el libro al librero. Fue la primera y única vez –porque hubo cientos después de esta- que me agarraron.

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En qué consiste el éxito para un escritor.

Por Virgina Cosin.

Levanto el celular de la mesa y abro el Facebook. Hago clik en un link y leo una nota en la que el autor se pregunta qué es leer bien. Dice cosas con las que estoy de acuerdo, pero me hace dudar de mi propia técnica de lectura. La verdad es que ni siquiera tengo una técnica. Carezco de armazón conceptual. En todo caso, tengo un traje hecho de retazos, un patchwork autodidacta. Mis afinidades electivas están definidas por, quizás, las más espurias razones: leo con placer aquello que me lee. Es un placer auto erótico. Tampoco tengo una técnica de escritura. Podría decir, junto con Clarice Lispector, que creo ser más intuitiva que inteligente y que no soy escritora salvo, tal vez, cuando estoy escribiendo.

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Ármelo usted mismo

El azar teje una clave en el tiempo una que se lee como un milagro.

Por Virginia Cosin.

cohenmarcelo

Año 2014. Invierno en Nueva York. El escritor Marcelo Cohen está acompañando a su mujer que por cuestiones de trabajo tiene que instalarse unos meses en la Gran Manzana. Por su parte se dispone a comenzar la traducción de un trabajo que una editorial importante le ha encargado. Pero surge un inconveniente y el trabajo se suspende. Quien queda, entonces, en suspenso, es Cohen. Ahora tiene tiempo. Mucho tiempo. La cuestión del tiempo se convierte en un problema. Pero Cohen es, además de escritor, traductor, y además de traductor, ensayista. El problema se convierte en objeto a pensar. Y pensar es “desordenar la jerarquía de lo percibido”. Cortar lo visible, separarlo, envolverlo, darle una forma. Poner en palabras.

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¿Hasta dónde ir, cuánto contar, qué secretos propios o ajenos revelar para lograr que un texto brille y esté vivo? El escritor y su universo de experiencias y venganzas.

Por Virginia Cosin.

«Bueno, Nathan, no puede decirse que te hayas dejado nada en el tintero», le reprocha el padre de Nathan Zuckerman a su hijo, en la novela de Philip Roth La visita al maestro. Nathan es un joven escritor que publicó solamente un cuento en una revista universitaria. Un cuento lo suficientemente bueno como para llamar la atención del mundillo académico y, mejor aún, como para ser recibido como huésped en la casa del eminentísimo y consagrado escritor E. I. Lonoff, autor de títulos tales como “La vida es un fastidio”, entre muchos otros. Después de tomar el té, de conversar sobre literatura y de conocer a su joven secretaria, Zuckerman se queda solo en el estudio del maestro donde curiosea, no sin culpa, los papeles en los que ha tomado notas para la novela en la que su anfitrión está trabajando. Después se recuesta y comienza a recordar.

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Gift Card

Todas las palabras son de otros. Lo real se construye así, haciendo copy paste.

Por Virginia Cosin.


Ilustración: Anthony Browne

“—–Estoy buscando, estoy buscando. Estoy intentando comprender. Intentando dar a alguien lo que viví y no sé a quién, no me quiero quedar con lo que viví. No sé qué hacer con eso, le tengo miedo a esta desorganización profunda.”
Clarice Lispector, La pasión según G.H.

Quiero escribir lo que se me venga a la cabeza. Mirar el paisaje derretido de lo que ya pasó como desde la ventanilla de un tren, acercar la nariz a una taza de té caliente, seguir el rastro del alcohol que todavía viaja por la sangre. Te prometí

Qué.

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«A lo largo de la vida he llorado de todas las formas, en todas las posiciones y en todos los lugares posibles».

Por Virginia Cosin.

Canción para el que llora

En el Diccionario Filosófico, Voltaire (escritor, filósofo, historiador francés, uno de los máximos representantes de la Ilustración), dedica un apartado a las lágrimas:

Las lágrimas son el lenguaje mudo del dolor. ¿Qué relación puede haber entre una idea triste y ese licor líquido y salado que filtra por una pequeña glándula en el extremo externo del ojo, humedeciendo la conjuntiva y los pequeños puntos lagrimales, desde donde desciende hasta la nariz y hasta la boca por el receptáculo que llamamos saco lagrimal y por sus conductos?

Me he hecho esta pregunta —aunque no exactamente con estas palabras— infinidad de veces. Podría decir, la infinidad de veces que me sobrevino, en sus muy variadas formas, el llanto.

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Personajes de carne y hueso –y encías débiles– son más profundos que cualquier ensayo de deconstrucción.

Por Virginia Cosin.

El escritor inglés Martin Amis dedica, en su libro de memorias (Experiencia, 2000), varios capítulos a su dentadura.

El pequeño Martin nació en una familia de clase más bien baja y, a medida que su padre, el escritor Kingsley Amis, fue haciéndose más y más famoso y reconocido, accedió a la clase de los “nuevos ricos”. Martin era mucho más bajito que el resto de sus amigos e incluso que su propio hermano, un año mayor que él. La genética no sólo conspiró en lo concerniente a su altura, sino que también heredó los problemas dentales de la rama materna de la familia. Desde muy joven —antes, incluso, de que entrara a estudiar a Oxford— empezó a sufrir horrorosos dolores de muelas que, al cumplir cuarenta años, le fueron extirpadas junto a la totalidad de las piezas dentarias debido a un tumor en el maxilar inferior.

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