La filosofía de la generación beat (Caja Negra Editora), recoge lecturas, discusiones y memorias de Jack Keroauc.
Texto: Jack Kerouac. Traducción: Pablo Gianera.
Tengo la impresión de que el festejo de la Navidad ha cambiado en el breve lapso de mi propia vida. Hace apenas veinte años, antes de la Segunda Guerra Mundial, me parecía que la Navidad se celebraba todavía con una inocencia naif; hoy, en cambio, no es raro escuchar la frase: “Navidad llega una vez al año, como los impuestos”. En mi ambiente católico franco-canadiense de los años 30, la Navidad era respetada y cumplida como ocurre actualmente en México. Al principio, yo era muy chico para ir a la misa de gallo, pero ese era el acontecimiento para el que queríamos ser grandes. Mientras tanto, nos hacíamos los dormidos hasta que oíamos que nuestros padres salían a la misa de gallo, y entonces íbamos a revolver los regalos, tocábamos los juguetes y los poníamos de nuevo en su lugar, y después volvíamos a la cama en pijama cuando veíamos que nuestros padres regresaban, por lo general con un grupo de amigos para festejar con las puertas abiertas.
Ya mayores, nos emocionaba quedarnos despiertos en Nochebuena y ponernos trajes y zapatos de goma y orejeras y caminar con los adultos por los senderos escarchados de la iglesia. Fiesta en la calle, el brillo intermitente de las estrellas de Nueva Inglaterra en invierno como hileras de estalactitas. Y antes de entrar a la iglesia se oía ya el coro de niños que cantaba Bach, y la voz del tenor, que nos daba risa. Pero la puerta de la iglesia abierta de par en par derramaba una claridad dorada y en el interior las chicas se agrupaban en el coro para cantar villancicos de Händel.
A mí me fascinaba especialmente la estatua del santo con Jesús en brazos. Era una estatua de San Antonio de Padua, pero yo siempre creí que era San José y que era justo que pudiera tener al Señor en sus brazos. Los ojos se me iban siempre a esa estatua, a aquel que con grave semblante de yeso sostenía a ese niño inmaterial de rostro diminuto y cuerpo de muñeca, de mejillas pegadas al cabello enrulado, lo sostenía casi en el aire, contra su pecho infinito y misterioso, el Hijo, la mirada en dirección a la llama de las velas, agonía, el fondo de ese mundo donde nos arrodillamos con la vestimenta oscura del invierno, los ángeles y altares piramidales detrás de él, los ojos sumisos frente a un misterio en el que ni él mismo estaba iniciado, solo la fe de que ese pobre San José era barro para la Mano de Dios (como creía yo también), un humilde y auténtico santo —un santo sin el vano frenesí de los mártires, un santo sin gloria, sin culpa, sin cumplimiento ni encanto franciscano —una tumba discreta y un espíritu tímido en las Galerías de la Cristiandad — él, que conocía las estrellas del desierto y hablaba con los sabios en los establos —encargado del pesebre, santo vagabundo del heno y las sendas de camellos —mi Amigo secreto. Y ahora en la misa de gallo yo lo glorificaba en esa posición honorable en la iglesia, con su familia en ese pesebre que atraía todas las miradas.
Después de la misa empezaba la reunión de puertas abiertas. Amigos venían a casa y a la casa de los vecinos. Una organización de origen medieval, “La Guignolee”, que habían mantenido viva los franceses de Quebec y Nueva Inglaterra, y que ahora financiaba la Sociedad de los Pobres de St. Vincent de Paul, aparecía en esas fiestas y sus miembros juntaban ropa vieja y comida para los pobres y nunca rechazaban una copa de vino tinto dulce con una crossignolle (un buñuelo) e incluso cantaban con nosotros en la cocina. Y antes de irse cantaban siempre un antiguo cántico propio. Los árboles de Navidad eran enormes en esos días pasados, todos se esmeraban al hacer los regalos y los abríamos en un momento prefijado. ¡Qué alegría que sentía de ver las inmaculadas camisas blancas de mis padres, sus rostros embotados, la risa, las bromas! Mientras tanto, las mujeres se quedaban en la cocina, con delantales que protegían sus mejores vestidos, y sacaban de la heladera los tortierres. Días de preparación se habían dedicado a esos deliciosos pasteles, que son más ricos fríos que calientes. También a mi madre le gustaba hacer ragout de boulettes y servirlo a doce o quince invitados entre amigos y familiares: la cafetera de aluminio tenía que resistir quince tazas generosas. De las heladeras salían también bowls de paté de maison franco-canadiense, y todo un despliegue de pan crocante horneado en varias panaderías francesas de la ciudad.
En el momento del alboroto y la apertura de los regalos me gustaba siempre escaparme al vestíbulo, e incluso a la calle, a la una de la mañana y escuchar el murmullo silencioso de las estrellas de diamante, contemplar las ventanas verdes y rojas de las casas, demorarme en esos árboles que parecían congelados en una devoción repentina, y pensar en el año que estaba a punto de terminar. Ante el ojo de mi mente veía el San José de mi imaginación que abrazaba al Niño. Es probable que muchas batallas se hayan librado en Nochebuena desde entonces — o acaso estoy confundido y los chicos de 1957 guarden secretamente la Navidad en sus corazones devotos.
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